De diferencias, jerarquizaciones excluyentes, y materialidades de lo cultural. Una aproximación a la precariedad desde el feminismo y la teoría queer.(1)

Carmen Romero Bachiller
Universidad Complutense de Madrid

Cuadernos de Relaciones Laborales 2003, 21, núm. 1 33-60.

ISSN: 1131-8635

Resumen

El artículo es un conjunto de reflexiones teóricas sobre las formas en que el hecho de la diferencia sexual (y cultural) cobra dimensiones de desigualdad implícita y explícita, así como genera un sistema de exclusiones, en el dominio del sentido social del trabajo. De ahí la importancia de incorporar la variable de género y las diferentes configuraciones de lo habitualmente considerado como cultural como categoría analítica, en los estudios sociales y políticos del trabajo, ya que introducir esta categoría puede posibilitar la transformación del concepto de sujeto histórico entendido tradicionalmente sólo como sujeto occidental masculino, y con esto producir una nueva conceptualización de lo social, incorporando la dimensión de la relación entre grupos sociales diferenciados, partiendo de que la relación entre tales grupos no es un hecho natural sino una interacción social construida e incesantemente remodelada, consecuencia y al mismo tiempo motor de la dinámica social. El concepto de diversidad, pues, es una categoría de análisis imprescindible, tanto para articular el de clase, etnia, género, sexualidad, nación o generación, como para permitir la revisión del mundo del trabajo como un conjunto de roles sociales excluyente, así como para trasformar el sistema de pensamiento o de representación que define culturalmente el mundo del trabajo como un sistema de exclusiones.

SUMARIO

1. Complejización y fragmentación de las relaciones socio-laborales: Del sujeto trabajador a la gestión de la diversidad.

2. Hacia una concepción ampliada de la justicia social: el paradigma de Nancy Fraser.

3. Reconocimiento y redistribución: ¿una propuesta integradora?

4. Trabajos, personas, cuerpos, jerarquizaciones y exclusiones: hacia una consideración ampliada de la precariedad.

5. De lo visible y lo invisible: materialidad de los cuerpos marcados y estrategias de Passing.

6. ¿Hacia una lógica articulatoria de la diversidad?

7. Referencias bibliográficas.

1. Complejización y Fragmentación de las Relaciones Socio-Laborales: Del Sujeto Trabajador a la Gestión de la Diversidad
En los últimos veinte años se vienen produciendo importantes transformaciones en el ámbito productivo y las relaciones socio-laborales: se ha pasado así, de un modelo fordista de producción estandarizada a gran escala a la producción particularizada «just in time», la descentralización productiva y la desagregación de los insumos intermedios a escala global; de una mayoría de trabajadores con empleos estables congregados en el espacio de la fábrica y regidos por el rígido reloj taylorista, a una multiplicación de situaciones de empleo donde la flexibilidad —de horarios, de salarios, de protección—, la dispersión —de la producción, de las empresas, de las personas trabajadoras— y la precariedad —contratos temporales, parciales, inexistentes etc.— son las características dominantes (Luis Enrique Alonso, 1999).
El «sujeto trabajador» que constituyó el eje fundamental de las sociedades desarrollistas y en crecimiento de la segunda mitad del siglo XX va a desquebrajarse con las crisis económicas globales —y la tecnologización y reconversión productiva que conllevan—, y con él los sistemas garantistas del estado del bienestar y el pacto keynesiano, el espejismo del pleno empleo y las solidaridades basadas en la clase social. Se imponen premisas liberalizadoras que inciden en estrategias de flexibilización y desregulación, estrategias que se traducen en precarización y dan lugar a una creciente polarización de las situaciones de empleo. Los sindicatos, vinculados mayoritariamente a sectores laborales estables cuyas condiciones tratan de preservar a toda costa, ven aturdidos cómo sus sujetos referentes se multiplican y transforman y cómo las formas de explotación, opresión y antagonismo se complejizan y entran en conflicto (Alonso, 1999). En este sentido, Alain Lipietz (1996) considera que asistimos a una cuatripartición de la población asalariada entre un primer sector altamente cualificado y altamente remunerado con empleos estables; un segundo «segmento de asalariadas(os) permanentes y relativamente cualificadas(os)»; un tercer grupo «de inserción precaria y de bajo salario [aunque] no necesariamente de baja cualificación»; y finalmente, «un segmento permanentemente excluido del sector asalariado» (84).
Pero ni los procesos de diversificación y precarización creciente en el empleo, ni las exclusiones y dificultades de acceso al mismo se producen de forma equitativa, sino que ciertos colectivos aparecen sistemáticamente en las posiciones más vulnerables y excluidas mientras que otros se concentran en las posiciones estabilizadas y privilegiadas. La segmentación tradicional de la sociedad por motivos de clase se complejiza atravesada por multiplicidad de antagonismos que permanecían invisibilizados o que no se tomaban en consideración hasta el momento (Silvia García Dauder, en prensa; Alonso, 1999). El sujeto trabajador pierde la posición desencarnada y la racionalidad instrumental del hombre-máquina, para encarnarse y atender a una corporalidad marcada. El género, el tener o no papeles, la «raza», una determinada pertenencia étnica o religiosa, la sexualidad, el estar o no discapacitada en diversos grados, el pertenecer a determinados sectores de edad, el poseer o carecer de los certificados académicos «necesarios» son algunos de los aspectos que conforman de forma diversa y múltiple las posiciones en que nos situamos en el ámbito laboral y social. De esta forma, los patrones de diferenciación, desigualdad y jerarquización imperantes en una sociedad concreta permean y se recrean también en la esfera del empleo.
La visión tradicional de clase se descubre androcéntrica, blanca, heterosexual, occidental y tiende a identificar trabajo con empleo, ignorando toda una serie de actividades y prestaciones de servicios que no se desarrollan en el marco de una relación salarial (Robert Pahl, 1991; Cristina Carrasco, 1996; Dorothy Smith, 1987). En esta dirección las teóricas feministas vienen denunciando sistemáticamente no sólo las resistencias al acceso de las mujeres en el ámbito laboral por su vinculación a la «ética del cuidado» y al trabajo de reproducción, sino cómo la reducción del trabajo al empleo invisibiliza y devalúa el trabajo de las mujeres en el ámbito doméstico (Dolors Comás D’Argemir, 1995; Cristina Borderías, 1996). Las mujeres en el ámbito laboral no sólo tienden a ocupar posiciones precarias —contratos temporales, a tiempo parcial, etc.— que se añaden al trabajo doméstico —doble jornada—, sino que su exclusión de la esfera del empleo es mucho más elevada que en el caso de los varones: no sólo aquellas que están en situación de desempleo —recordemos que el desempleo femenino duplica al mascu-lino—, sino una población flotante de amas de casa, que lejos de ser «inactivas» tal como aparecen en las estadísticas oficiales están enormemente «ocupadas», aunque no reciban remuneración por su trabajo (Carrasco, 1996; Arantxa Rodríguez, 1996; Comas d’Argemir, 1995; Lipietz, 1996). En definitiva lo que estas críticas ponen de relieve es la imposibilidad de subsumir los antagonismos de género a los de clase.
De igual modo en los últimos tiempos tanto en el contexto europeo como en el estado español se viene incidiendo en la necesidad de atender a las discriminaciones por razón de «raza», etnia o nacionalidad y de las personas inmigrantes —con o sin papeles— que añaden complejidad los antagonismos de clase (Stuart Hall, 1996, 1992; Paul Gilroy, 1987; Avtar Brah, 1996). En este sentido, se está generando una bibliografía cada vez más amplia sobre las condiciones de trabajo de las personas inmigrantes, y toda una serie de recomendaciones sobre «buenas prácticas» para evitar exclusiones y conflictos xenófobos o racistas en el ámbito laboral (Lorenzo Cachón y Rocío Moldes, 1999; Carlota Solé, 1995; María Jesús Criado, 2001). Esto mismo se puede extender a las situaciones laborales de otros colectivos como las personas discapacitadas, lesbianas, gays y bisexuales (2) y personas transexuales (GLEN y NEXUS, 1995; Consuelo Chacartegui Jávega, 2001; Iris Marion Young, 1997; Judith Butler, 2001). En general se constata que los antagonismos y conflictos sociales no pueden reducirse a la estratificación generada por las relaciones económicas, ya que los procesos de diferenciación y jerarquización de las diferencias que acontecen en una sociedad concreta se permean, entreveran y articulan mutuamente, multiplicando de este modo las situaciones de exclusión y opresión.
La eclosión de las llamadas «políticas de la identidad» desde los años 80 —fundamentalmente en el contexto anglosajón— ha de vincularse a esta constatación de la imposible subsunción de unas formas de antagonismo a otras, si bien estas estrategias han sido ampliamente criticadas por un sector de la izquierda que las acusa de suponer una dispersión fragmentadora y debilitadora de las luchas sociales (Naomi Klein, 1999; Eric Howsbaum, 1999). Sin embargo, las aportaciones y denuncias realizadas por las «políticas de la identidad» han posibilitado una reevaluación de las políticas de la izquierda y la constatación de que muchas llamadas a la «unidad de la izquierda» se hacen sobre la base de posponer las demandas de los colectivos «marcados» como diferentes (Butler, 2000; Young, 1997).

Esto viene generando dos estrategias principales para abordar la diversidad —además de la antes descrita que pretende obviarla: una vinculada al incremento de la eficiencia y el manejo de conflictos laborales en términos de «gestión productiva de la diversidad» (De Dreu y Van de Vliert, 1997); la otra, dirigida a la incorporación efectiva de las diferentes formas de antagonismo junto con un cuestionamiento de las posiciones diferenciales que las conforman. La primera incide en las ventajas económicas y «creativas», y describe en términos de eficiencia la incorporación de puntos de vista y experiencias diferentes, pero sin cuestionar las jerarquizaciones y desequilibrios de poder que las configuran. La segunda surge precisamente en un esfuerzo por analizar las relaciones de poder y cuestionar el establecimiento jerarquizado de determinadas diferencias.
En esta segunda línea de actuación donde podemos situar los esfuerzos teóricos realizados por Nancy Fraser (1997; 2000; 2001) cuando defiende la necesidad de generar estrategias de justicia social que respondan tanto a la redistribución como al reconocimiento. En torno a la propuesta de Fraser se viene desarrollando un fecundo debate en el cual se configuran en gran medida las diferentes posiciones teórico-políticas en el abordaje de las diferencias en la justicia social (Butler, 1997/2000; Young, 1997; Mike Featherstone and S.M. Lash, 2001). Es por ello que utilizaré este debate como eje articulador, analizando los procesos de diferenciación y las jerarquizaciones y exclusiones que los constituyen y su incidencia en las relaciones sociolaborales de formas no reducibles únicamente a la explotación económica. De este modo, comenzaré presentando la propuesta de Fraser y algunas de las críticas generales que ha recibido su planteamiento, para después y acudiendo a situaciones concretas, considerar ciertas limitaciones de su análisis planteadas desde posiciones feministas y desde la teoría queer (3). Me referiré en primer lugar a situaciones socio-laborales y personales que Fraser calificaría de bivalentes, para después analizar la situación socio-laboral de lesbianas, gays y bisexuales que Fraser describe como forma «pura» de injusticia por reconocimiento. Partiendo de estas situaciones destacaré tres aspectos problemáticos de la propuesta de Fraser: 1) su recurso a una clasificación analítica dualista que establece una distinción fundamental entre formas de injusticia resultado de desigualdades distributivas —situaciones de clase— y aquéllas que surgen de faltas de reconocimiento —situaciones de lesbianas y gays. Parte, por tanto, de la existencia de una discontinuidad entre los aspectos económicos y los aspectos simbólicos. 2) Su consideración de las políticas de redistribución y de reconocimiento como estrategias en gran medida contradictorias, si bien necesarias. 3) Por último, las limitaciones de su análisis para abordar aquellas posiciones donde las diferenciaciones se multiplican y las injusticias no vienen marcadas por una única forma de opresión. Frente a estos problemas propondré la necesidad de un abordaje de los procesos de diferenciación que atienda a la conformación desigual de las relaciones de poder y a la configuración contingente y situada de los antagonismos, así como a las articulaciones de las diferentes diferencias que multiplican los conflictos y las opresiones. Esto llevará a la propuesta de ampliar el concepto de precariedad, de tal forma que atienda a los aspectos de ordenación, jerarquización y exclusión económicos y simbólicos como aspectos inseparables y mutuamente constituyentes. Se trata de un análisis necesario de cara a promover políticas de justicia social y una democratización radical de las relaciones sociales en general y de las relaciones laborales en particular.

2. Hacia una concepción ampliada de la justicia social: el paradigma de Nancy Fraser

En síntesis debemos encontrar una manera de combinar la lucha por un multiculturalismo antiesencialista con la lucha por la igualdad social. Solamente entonces podremos desarrollar un modelo de democracia radical que inspire credibilidad y una política adecuada para nuestra época. Un lema prometedor para este proyecto sería: “No hay reconocimiento sin redistribución”. (Fraser, 1997:250).

La propuesta de Nancy Fraser de integrar políticas de reconocimiento y de redistribución ampliando el paradigma de la justicia, parte de su percepción de que las políticas de izquierdas están escindidas en dos direcciones: aquéllas que reclaman la igualdad y están empeñadas en una redistribución de los recursos; y aquéllas que en su esfuerzo por incrementar la justicia social enfatizan la diferencia, reclamando el reconocimiento y la valorización de los grupos oprimidos, excluidos o marginalizados en una sociedad concreta. En especial, Fraser muestra su preocupación por aquellas políticas de reconocimiento cuyo énfasis en la identidad parece haberlas hecho olvidar o no considerar suficientemente aspectos de desigualdad económica — en este sentido identifica la posición de Charles Taylor (1994). Si bien Fraser (2000) no deja de reconocer la importancia de las estrategias de reconocimiento, apunta a la existencia de un hiato importante entre las estrategias políticas de redistribución y de reconocimiento, dado que en su opinión los ámbitos económicos y simbólicos gozan de una cierta autonomía en las sociedades capitalistas avanzadas. Esto hace que estrategias de redistribución económica y estrategias de reconocimiento simbólico resulten a menudo contradictorias, lo que plantea una tensión constitutiva en la conformación de políticas de justicia social (Fraser, 1997; 2000; 2001).

Fraser (1997) construye una matriz analítica bi-variable que articula estas dos estrategias de justicia de forma polar: a un lado se sitúan aquellas injusticias producto de una desigual redistribución de recursos, y al otro aquéllas producto de un reconocimiento negativo o una «demonización» social. En el polo redistributivo emplaza, las injusticias de clase y en el polo de reconocimiento las relacionadas con la sexualidad —ser lesbiana o gay. A medio camino entre estas dos formas «puras» de redistribución y reconocimiento, sitúa posiciones que considera «bivalentes»: las injusticias marcadas por el género y por la «raza». De este modo defiende que las estrategias transformadoras de cara a alcanzar la justicia social dependerán del tipo de injusticia a la que se esté haciendo frente: si en el caso de la clase habrá que adoptar estrategias redistributivas que promuevan la igualdad, para abordar las injusticias de que son objeto lesbianas y gays habrá que adoptar medidas deconstrutivas que contesten a la homofobia y al heterosexismo (4). En el caso de las injusticias «bivalentes» se requieren —a la vez y contradictoriamente— estrategias que incidan en la igualdad —y la anulación de las diferencias—, y estrategias que afirmen tales diferencias (Fraser, 1997). Concretamente en el caso de las injusticias por razón de género, Fraser considera que si bien la situación de desigualdad que padecen las mujeres se debe a la explotación patriarcal del trabajo de reproducción, y por tanto tiene carácter redistributivo, por otro lado, las mujeres son infravaloradas y representadas como dependientes, con lo que a la vez enfrentan injusticias de reconocimiento. Del mismo modo en las relaciones raciales, tanto el sistema esclavista como la segregación y el racismo, posibilitaron y posibilitan la explotación del trabajo de las personas negras (5). Se trata, por tanto, de injusticias de carácter redistributivo que habría que enfrentar fomentando la igualdad, esto es, que la «raza» deje de ser considerada un elemento de diferenciación. Por otro lado, las personas negras también sufren injusticias de carácter simbólico, dadas las representaciones negativas con que la sociedad hegemónica blanca dibuja a este colectivo. Para responder a estas injusticias se deben desarrollar políticas de reconocimiento que cuestionen las visiones racistas imperantes ofreciendo imágenes positivas de las personas negras.
Fraser defiende la necesidad de integrar las políticas de redistribución y las políticas de reconocimiento, pero incómoda con versiones de reconocimiento que vinculan éste con la identidad y reclaman la afirmación como estrategia política, va a elaborar su acercamiento al reco-nocimiento en términos de diferencias de status: aquellos patrones institucionalizados de valorización social que impiden la paridad participativa, la incorporación plena e igualitaria de los grupos subordinados en la vida e interactuación social. Fraser identifica este movimiento como un paso desde una perspectiva ética relativista que incide en la particularidad y en la defensa del reconocimiento a una perspectiva moral basada en normas universales pragmáticamente informadas —contextualizadas (6). Frente a aquellas posiciones que demandan el reconocimiento
en términos éticos como respuesta a una necesidad «psicológica» concreta en la
conformación de las identidades existentes, Fraser apunta que no se puede ofrecer «una relación a priori de los tipos de reconocimiento que cada persona necesita en todo momento», y que «el reconocimiento es un remedio para la injusticia social, no la satisfacción de una necesidad humana genérica.» (Fraser, 2001: 30). Este movimiento le permite evitar la consideración del reconocimiento en términos de diferencia pasando a plantearlo en términos de igualdad, si bien sobre la base de una más que cuestionable escisión entre conformación subjetiva de identidades y ordenamientos sociales jerarquizados. Además le posibilita la distinción entre diferentes diferencias, al evitar: «la visión de que todas las personas tienen igual derecho a la estima social (…) Lo que sí implica es que todas las personas tienen el mismo derecho para alcanzar la estima social en condiciones justas de igualdad de oportunidades» (Fraser, 2001: 28).
Su concepción ampliada de la justicia incorpora la distribución y el reconocimiento como perspectivas y dimensiones irreductibles y necesarias, que se alían para la consecución de la paridad participativa. Para ello habrían de satisfacerse al menos dos condiciones: 1) una condición objetiva, por la que la distribución de recursos materiales en una sociedad dada debe asegurar que todas las personas participantes puedan desarrollar una voz independiente; y 2) una condición intersubjetiva, que garantice que «las normas culturales institucionalizadas expresan igual respeto y aseguran igualdad de oportunidades para la consecución de la estima social.» (Fraser, 2001: 29). Además, según Fraser, la paridad participativa posibilitaría el establecimiento de estándares para la evaluación de las políticas establecidas tanto a nivel intergrupal como intragrupal, especialmente en las demandas de reconocimiento cultural. Así, los
demandantes deberían mostrar, en primer lugar, que las normas hegemónicas institucionalizadas impiden su paridad participativa, y en segundo lugar, que las prácticas que quieren sean reconocidas no impiden a su vez una participación paritaria en la sociedad de referencia —tanto de miembros de su grupo concreto como de otros colectivos (Fraser 2001).

3. Reconocimiento y redistribución: ¿una propuesta integradora?
La matriz explicativa de Fraser surge como respuesta teórico-política a muchas de las preguntas que se plantean ante la multiplicación de conflictos y fuentes de antagonismo social. Pero al tiempo, su propuesta presenta problemas que tienen importantes consecuencias en las practicas socio-políticas de izquierda y particularmente en las vinculadas a las relaciones socio-laborales —como ha sido apuntado desde ciertas posiciones feministas y desde la teoría queer. Uno de los aspectos centrales de las críticas a Fraser es la escisión que plantea entre las injusticias económicas y las injusticias culturales o valorativas, escisión que recupera de alguna forma una distinción entre infraestructura económica y superestructura cultural ampliamente cuestionada desde el propio marxismo. Ya Althusser (1992/1973) cuestionó esta separación y la jerarquización que sostenía situando la ideología y los aparatos ideológicos en la base de la explotación económica. También en los trabajos de la escuela marxista de Estudios Culturales, primero desarrollados por Raymond Williams (1997/1977) y después por Stuart Hall y la Escuela de Birmingham (Hall 1992, 1996; Brah, 1996), se ha destacado el papel de las prácticas culturales en la reproducción de las desigualdades de clase. Sin olvidar las aportaciones del feminismo materialista (Christine Delphy, 1982) y del feminismo marxista (Young, 1980; Smith, 1987) que señalaron la necesidad de considerar a un tiempo las opresiones capitalistas y las patriarcales en sus dimensiones económicas y simbólicas. A esto habría que añadir toda una tradición antropológica, que desde el Ensayo sobre el Don de Marcel Mauss (2002/1924), el trabajo de Karl Polanyi (1997/1944), o las más recientes aportaciones de Marshall Shalins (1980) se incide en la imposibilidad de escindir elementos económicos y simbólicos.

Fraser (2000), sin embargo, justifica esta escisión analítica manteniendo que si bien en sociedades preindustriales escasamente diferenciadas status y situación económica se solapaban mutuamente, esto no es tan cierto en las sociedades actuales donde existe una diferenciación mayor entre los ámbitos económicos y simbólicos. Fraser se adhiere de este modo a una narrativa lineal y de progreso evolutivo ampliamente cuestionable —sociedades preindustriales, sociedades industriales—, particularmente cuando lejos de apreciarse una clara diferenciación de esferas en las sociedades de consumo actuales, los aspectos simbólicos están profundamente inmersos en los económicos: en la «era de las marcas»7 (Klein, 2001) los valoresde cambio y de uso de los productos que circulan en el mercado dependen en gran medida de sus valores simbólicos o de signo (Baudrillard, 1979; Bourdieu, 2000/1979). Fraser (1997), además, caracteriza la clase obrera fundamentalmente en términos económicos, lo que tiende a obviar el papel de la «cultura de clase» en la producción y reproducción de una estratificación social clasista. Ésta es la dirección en la que apunta Pierre Bourdieu (2000/1979) cuando anañiza los constreñimientos e inercias de las formas de clase internalizadas y encarnadas —a través del habitus— y cómo hegemónicamente tienden a reproducir el orden social establecido. También en esa línea apunta Michel de Certau (1984) en sus investigaciones sobre las «prácticas de la vida cotidiana» y la «cultura de clase obrera» en Lyon.
Además, en muchas ocasiones Fraser parece deslizar y fundir lo económico en lo material, presentando lo cultural como «inmaterial» por oposición —como han apuntando Judith Butler (2000) e Iris Marion Young (1997). Obviando que cualquier descripción nunca es únicamente descriptiva, sino siempre resulta parcialmente prescriptiva, Fraser (2000) afirma que tales críticas malinterpretan una clasificación «meramente» analítica. Pero los desplazamientos que se establecen desde su matriz analítica a «la realidad» tienen consecuencias «que importan», y producen materializaciones significativas. Más aún, si se acepta que su propuesta parte de un ejercicio «meramente analítico», ¿hasta qué punto podemos confiar en que las conclusiones a las que llega se correspondan con las situaciones cotidianas —por ejemplo, las que afirman la existencia de contradicciones entre las estrategias de reconocimiento y de redistribución (Young, 1997)? Tanto las nítidas y claramente delimitadas imágenes que nos presenta la clasificación de Fraser como el binarismo analítico que impone su modelo parecen difícilmente reconciliables con una cotidianidad donde las diferencias se multiplican y desbordan (Young, 1997; Butler, 2000).
Por otro lado, aunque Fraser (1997; 2000; 2001) incide en la necesidad de incorporar estrategias de reconocimiento a las tradicionales políticas redistributivas de izquierda, y reitera que ambas formas de injusticia son igualmente relevantes, parece seguir manteniendo una jerarquización entre ambas estrategias que privilegia el ámbito redistributivo: mientras que la redistribución posee en sí misma carácter emancipador, el reconocimiento sólo resulta emancipador vinculado a estrategias redistributivas. Fraser apunta que «no hay reconocimiento [efectivo] sin redistribución» (1997: 250), pero se resiste a afirmar simétricamente que tampoco habría redistribución efectiva sin reconocimiento. Las críticas que han desarrollado Judith Butler (2000) e Iris Marion Young (1997) cuestionan no sólo esta jerarquización, sino el establecimiento de ambas estrategias como discontinuas. Señalan cómo el énfasis en estrategias afirmativas por parte de los grupos sociales infravalorados —estrategias «de reconocimiento» en la terminología de Fraser— supone en muchos casos el medio a través del cual obtener una mejoría en las condiciones económico-materiales: «esta categorización es incapaz de comprender que, para la mayoría de los movimientos sociales, lo que Fraser llama «reconocimiento» es un medio para la obtención de la igualdad y libertad económicas y sociales que incluye bajo la categoría de redistribución.» (Young, 1997: 152).

En la renuencia de Nancy Fraser a considerar la participación de la producción social de la injusticia en la conformación de subjetividades, se reproduce de nuevo una escisión entre dentro y fuera, objetivo y subjetivo, social e individual, que oculta las formas en que los ordenamientos sociales son recreados en las prácticas cotidianas más nimias, sin escisiones entre «macro» y «micro» estructuras. Los esfuerzos teórico-metodológicos que se vienen realizando desde la teoría sociológica con el desarrollo del concepto de habitus en Bourdieu (1991/1980; 2000/1977), o la teoría de la estructuracción de Anthony Giddens (1995), y desde perspectivas como la teoría del actor-red, que incide en que toda red global es local en cada uno de sus puntos (Latour, 1993), constituyen intentos de solventar tales reducciones binarias. Esto resulta especialmente importante, ya que como apunta Butler (2001) lo que para algunas personas puede ser aspectos meramente culturales o de mera indulgencia, constituyen para otras cuestiones de supervivencia: «El pensamiento de una vida posible es sólo una indulgencia para aquellas personas que se saben a ellas mismas como posibles. Para aquéllas que están aún intentando ser posibles, la posibilidad es una necesidad.» (19). Butler hace referencia, así, a cómo posiciones demonizadas socialmente se traducen en situaciones vitales impensables o invivibles, situaciones donde la materialidad de la exclusión no sólo tiene características simbólicas y económicas, sino se encarna y habita.
Por otro lado, al plantear Fraser (2000; 2001) los problemas de reconocimiento como producto de diferencias de status que se generan en relaciones intersubjetivas no establece una distinción clara entre las prácticas discriminatorias generadas informalmente en el ámbito cotidiano y las discriminaciones institucionalizadas y legalmente sancionadas. Su descripción de la justicia en cuanto paridad participativa parece partir de que todas las personas participantes están en posesión de ciudadanía y tienen status de sujeto, así como del establecimiento de un ordenamiento jurídico que garantice la igualdad ante ley. Da la impresión que la mera existencia de un marco jurídico igualitario anularía las valorizaciones sociales negativas de los ámbitos informales de la vida cotidiana. Pero, ¿y si el acceso a la ciudadanía no está reconocido — personas inmigrantes con y sobre todo sin papeles? ¿Y si los derechos sociales resultan restringidos —personas lesbianas, gays, transexuales, transgénero, intersexuales y bisexuales (8)? En estas situaciones la caracterización de Fraser resulta claramente insuficiente: las posiciones «impensables e invivibles» a las que hacía referencia Butler (2001) requieren del cuestionamiento generalizado de unas pautas de valorización y ordenación social excluyentes, invisibilizadas e instauradas como neutrales y «naturales» en la definición de la posiciónde ciudadanía y en los marcos jurídicos imperantes (Sara Ahmed, 1998). La distinción entre moralidad y ética con la que Fraser pretende evitar la arbitrariedad de definiciones particulares se vuelve borrosa y parece tener más que ver con qué hegemonías están establecidas y estabilizadas en una sociedad dada. De hecho Fraser (2001) acaba afirmando —de forma un tanto contradictoria con su propio argumento— que al final siempre hay que volverse hacia la ética, pero que habría que tratar de posponer ese momento al máximo. Si en el fondo las pretensiones universalistas de la moral no son más que parte de una forma de ética situada y parcial, ¿no sería más adecuado partir desde esa posición sabiendo que es siempre un cierre en falso, un momento de fijación contingente que siempre produce exclusiones, y por tanto ha de ser contestado (Laclau y Mouffe, 1987; Mouffe, 1992; 1999)?
Pero es sobre todo acudiendo a la complejidad de las prácticas y vivencias cotidianas, a la forma en que día a día se construyen y jerarquizan las diferencias, donde el análisis de Fraser muestra más claramente sus limitaciones, particularmente por sus dificultades para atender a posiciones donde las diferencias se multiplican sin que sea posible establecer preeminencias entre las formas de antagonismo de que son objeto. Esta incapacidad para abordar la complejidad de las posiciones sociales y de las formas de injusticia lleva a Fraser a la reproducción de homogeneizaciones invisibilizadoras: en su planteamiento da la impresión que todas las personas de clase trabajadora son varones, que todas las mujeres son blancas, que todas las personas negras son varones y que todas las personas gays son varones blancos de clase media. Más aún, de su análisis parece inferirse que las injusticias que marcan determinados cuerpos y posiciones sociales como «otras» actúan escindidas unas de otras, como si en un momento fuésemos mujeres, en el siguiente blancas con papeles y en el siguiente precarias o lesbianas, pongamos por caso. La anulación de ciertas diferencias diferentes en
una homogeneidad normalizadora imposibilita el análisis de las desiguales distribuciones de poder en las que surge cada posición social concreta como implosión de múltiples formas de diferenciación. Constituyen omisiones teóricas que importan, dado que «marcan» cuáles son las posiciones «impensables» e «invivibles», los «afueras constituyentes» (Chantal Mouffe, 1992; 1999) en el marco teórico de Fraser y qué tipo de normalizaciones estabiliza. Esta tendencia homogeneizadora ha sido ampliamente criticada por el feminismo negro y chicano en Estados Unidos desde principios de los ochenta, particularmente ejemplificada
en la publicación del volumen Todas las Mujeres son Blancas, Todos los Negros son Hombres, pero Algunas de Nosotras Somos Valientes (Gloria T. Hull, Patricia Bell Scott y Barbara Smith, 1982).
Así, para ahondar en los puntos ciegos de la teorización de Fraser voy a considerar cómo se configuran determinadas situaciones de diferenciación social posicionadas en ámbitos de empleo precarizados. En primer lugar en referencia a situaciones de injusticia social que Fraser caracteriza como bivalentes, —mujeres, personas no-blancas y personas inmigrantes— centrándome en su precario acceso, segregación y exclusión de los mercados de empleo formalizados. Posteriormente, consideraré hasta qué punto las injusticias de que son objeto lesbianas, gays y bisexuales se pueden reducir a conflictos de reconocimiento —como apunta Fraser (1997; 2000)—, atendiendo a la situación y heterogeneidad de posiciones de este colectivo en el ámbito del empleo. En ese sentido, destacaré cómo Fraser homogeniza un colectivo muy variado igualándolo a la situación de un segmento reducido del mismo —gays varones, blancos, educados y con posibilidades de consumo— que es sobre el que parece sustentarse su análisis. Dada la brevedad de este artículo no me detendré a considerar las formas en que las injusticias de clase no responden únicamente a aspectos redistributivos. Ya he apuntado antes algunos de los problemas de interpretar las injusticias de clase social en estos términos remitiéndome a autores que ya han abordado el tema (Bourdieu, 2000/1977; Michel de Certau, 1984).

4. Trabajos, personas, cuerpos, jerarquizaciones y exclusiones: hacia una consideración ampliada de la precariedad
La precariedad en el empleo se describe en la mayoría de los casos en términos económicos y en referencia a las relaciones salariales, sin una atención suficiente a las pautas de valorización social o un cuestionamiento de la escisión entre tiempo de vida y tiempo de empleo. Utilizando la terminología de Fraser se centrarían en los aspectos distributivos de la precariedad, sin una consideración específica de los aspectos simbólicos de reconocimiento. Las posiciones laborales precarizadas vienen caracterizadas por situaciones donde se multiplican la inestabilidad, la inseguridad, la temporalidad, el deterioro de las condiciones de trabajo y de los salarios. Junto a ello, se incide en una ausencia generalizada de autonomía y control sobre las condiciones y la organización del trabajo (Cano, 2000). Todo ello en un marco generalizado de creciente desregulación y flexibilización de las condiciones de empleo, y una pérdida de influencia de los sindicatos. La temporalidad y la parcialidad de los empleos precarios conllevan además una inestabilidad radical de las condiciones de vida, que a duras penas permite la conformación de identidades vinculadas al ejercicio de una profesión concreta: la identidad y la solidaridad de clase se difuminan al igual que los procesos productivos. La dispersión de la producción fragmentada en múltiples unidades, se une a la dispersión de las condiciones de empleo marcadas por una creciente heterogeneidad y polarización, dando lugar a flagrantes discriminaciones que sufren preferentemente aquellas personas en posiciones más «vulnerables» (Lipietz, 1996; Cano, 2000). Pero, ¿cómo se definen las situaciones de «vulnerabilidad»? ¿Son vulnerables porque sufren el deterioro generalizado de las condiciones de trabajo o sufren tales deterioros por su vulnerabilidad? Tal como apunté anteriormente, las situaciones de precariedad no acontecen aleatoriamente ni se reparten equitativamente, sino en correspondencia con las pautas de diferenciación, jerarquización y exclusión de la sociedad de referencia, que se acumulan en determinadas posiciones y colectivos. Es por ello que se hace necesario incorporar un análisis de tales pautas de diferenciación en el análisis de la precariedad.

4.1. Precariedad ampliada: incorporación de los aspectos simbólicos en la constitución de las relaciones socio-laborales
Las limitaciones de un análisis de la precariedad restringido al ámbito económico se evidencian especialmente en aquellas situaciones que Fraser presenta atravesadas bivalentemente por injusticias redistributivas e injusticias de reconocimiento. Habría que plantear, por tanto, una consideración ampliada de la precariedad9 en la que se integren aspectos simbólicos y económicos, pero no en tanto que estrategias políticas potencialmente contradictorias —como apunta Fraser— sino cuanto aspectos irreductibles e inseparables que se sostienen mutuamente. Una ampliación del concepto de precariedad que, en primer lugar, atienda a los modos en que determinadas posiciones —cuerpos, trabajos y personas— son constituidas como diferentes en relaciones de poder enormemente desiguales. Esto es, cómo determinadas diferencias se vuelven significativas y «marcadas» a través de procesos reiterados de jerarquización que delimitan las pertenencias y exclusiones, lo propio e impropio, en una sociedad concreta. En segundo lugar, que cuestione la reducción del trabajo al empleo e incorpore al análisis actividades no sustentadas en una relación contractual formalizada, superando la escisión implícita entre tiempo y espacio de vida y tiempo y espacio de trabajo, entre lo «público» y lo «privado». Una perspectiva que, en definitiva, considere los aspectos simbólicos como constitutivos en las relaciones socio-laborales. Una visión de la precariedad descrita en estos términos constituye un marco explicativo más adecuado en el abordaje de situaciones socio-laborales no reducibles únicamente a relaciones económicas, por ejemplo: el establecimiento del llamado «salario familiar» —que privilegiaba la remuneración de los varones como máximos proveedores de la familia—, la desvalorización del trabajo de las mujeres y el trabajo doméstico como no-trabajo (Borderías, 1996; Comás D’Argemir, 1995); o las dificultades en el acceso al empleo, y las limitaciones y desigualdades en sus condiciones por razones de «raza», etnia o procedencia (Hall, 1980/2002; Gilroy, 1987); la segregación de ciertos colectivos en determinados nichos de empleo, o su exclusión del mercado laboral (Lipietz, 1996).

4.2. Precarización y procesos de diferenciación jerarquizada
Como apunté anteriormente, la diversidad y heterogeneidad creciente de los sujetos trabajadores tiene una relación directa con el ejercicio de múltiples exclusiones y antagonismos encarnados que «marcan» determinadas personas como «otras», como «diferentes». Las inercias androcéntricas de los análisis sociales tienden a perpetuar al varón, blanco, occidental, heterosexual y «no discapacitado», como referente hegemónico y neutro del sujeto trabajador con relación al cual determinadas posiciones y personas aparecen como diferentes —diferencias sistemáticamente entendidas como carencia o limitación. Las personas y los cuerpos que de una u otra forma no se ajustan a dicha posición invisibilizada —mujeres, personas inmigrantes, personas no-blancas o con una etnicidad diversa a la mayoritaria, personas discapacitadas, personas lesbianas y gays, personas transexuales— se sobrevisibilizan y devalúan en su corporalidad «marcada». Se trata de posiciones donde no se puede priorizar una forma de injusticia, ni ser caracterizadas por una única diferencia: el marco analítico de Fraser (1997) que describe las diferencias en términos de presencia o ausencia de injusticias de redistribución o de reconocimiento, resulta demasiado rígido y reductor para dar cuenta de posiciones donde las diferencias se multiplican y las identidades nunca son algo dado y estático. Las distintas posiciones socio-laborales e identitarias nunca se definen sobre una única relación diferencial como parece dejar translucir el análisis de Fraser: nunca somos sólo mujeres, sino al tiempo ocupamos posiciones de clase, étnico-raciales, de preferencia sexual, o de capacidad o discapacidad que aparecen marcadas o no marcadas en contextos concretos.
En este sentido acudir a los estudios de Stuart Hall (1992; 1996), Paul Gilroy (1987) y Avtar Brah (1996) resulta especialmente relevante, dado que destacan las formas en que la etnicidad y la «raza» —y el género— se articulan atravesando las relaciones de clase. En particular han analizado la xenofobia y el racismo —y el sexismo— desarrollado en el seno de la clase obrera británica, y cómo la solidaridad de clase en muchas ocasiones se quiebra en las líneas étnicas, además de tender a estar segregada sexualmente. En esta línea podemos situar también diversos estudios recientes tanto en el ámbito europeo como en el estatal que han puesto de manifiesto la existencia de discriminaciones racistas, xenófobas, sexistas y homófobas en el mercado laboral que atraviesan y complejizan las solidaridades de clase —y que se vinculan con situaciones de creciente precariedad en el empleo (Cachón y Moldes, 1999; Solé, 1996; Criado, 2001). Esta situación se agudiza aún más si tenemos en cuenta que muchas de las personas «racial» y «étnicamente» marcadas en las sociedades europeas y en el estado español son inmigrantes, lo que implica un acceso precario a los derechos al carecer de ciudadanía —particularmente en el caso de aquellas personas «sin papeles». Se observa cómo determinadas diferencias se tornan significativas y «visibles» y actúan como marcas que delimitan las pertenencias y exclusiones a la nación, homogeneizada como blanca. «Marcas» que se traducen en barreras de acceso a determinados puestos de trabajo y en muchas ocasiones, no sólo conducen a la precariedad en el empleo, sino a la exclusión de la economía formalizada —trabajo informal, economía sumergida, venta ambulante, trabajo sexual, por ejemplo. En otras ocasiones, por el contrario, es la vulnerabilidad de las personas inmigrantes —particularmente «sin papeles»— lo que las hace ser «discriminadas positivamente» siendo «preferidas» para ciertos empleos en los que serán «discriminadas negativamente» —horarios más amplios, salarios más bajos, carencia de contratos, temporalidad radical (Cachón y Moldes, 1999). Las labores agrícolas, o la construcción —fundamentalmente en el caso de los varones— o el trabajo doméstico —en el caso de las mujeres— constituyen clarosejemplos de nichos de empleo altamente desprotegidos y precarizados donde se produce esta situación.
De esta forma, los aspectos económicos y simbólicos lejos de plantearse como elementos claramente diferenciados y con tendencias contradictorias, como apuntaría Fraser (1997) en relación con las posiciones bivalentes, tienden a reforzarse consistentemente sin que aparezcan discontinuidades entre ellos: las posiciones «precarias» en lo simbólico —aquellas en las que se multiplican las «marcas» otras de la diferencia—, tienden a corresponderse con posiciones «precarias» en las relaciones socio-laborales. Además, frente a las posiciones claramente delimitadas descritas por Fraser (1997), los solapamientos, las conexiones y las diferencias se multiplican, ampliando y engordando el abanico posible de situaciones de injusticia.

4.3. Precariedad y ampliación del concepto de trabajo.
Las relaciones entre mujeres y trabajo muestran también las insuficiencias de análisis que no consideren las formas en que lo económico y lo simbólico se constituyen mutuamente (10): la «división sexual del trabajo», las prácticas discriminatorias directas e indirectas en el empleo, las limitaciones en el acceso de las mujeres, la distancia salarial con los varones, o la mayor incidencia del desempleo, han sido aspectos ampliamente analizados en esa dirección. Como ya hemos visto, Fraser (1997) describe la situación de las mujeres como marcada bivalentemente por injusticias de redistribución y de reconocimiento. Aquí quisiera incidir de nuevo en el hecho de que lejos de constituir aspectos escindidos ante los que se puedan desarrollar estrategias potencialmente contradictorias —por ejemplo aplicando en ocasiones estrategias anticapitalistas y en otras estrategias antipatriarcales— requieren ser abordados en cuanto articulaciones complejas e inescindibles. Además pese a la homogeneización que Fraser realiza, las mujeres nunca somos simplemente «mujeres», sino que ocupamos una posición de clase, étnico-racial, unas preferencias sexuales determinadas, una edad o estamos capacitadas o discapacitadas en grados diversos: son todas ellas diferencias encarnadas que atraviesan y complejizan las desigualdades de género.
Desde posiciones feministas se ha destacado cómo tal presentación escindida de los aspectos económicos y los simbólicos, y el privilegio de lo económico en los análisis de las relaciones socio-laborales se sostiene sobre representaciones androcéntricas que valorizan positivamente los ámbitos tradicionalmente vinculados a la actividad masculina. En la tendencia a igualar trabajo a empleo y a reducir las relaciones socio-laborales al espacio donde se desarrolla la actividad salarial, se parte de la suposición implícita de que el trabajo es asalariado y que la actividad laboral se realiza fuera de la esfera doméstica (Carrasco, 1996; Rodríguez, 1996;Comás d’Argemir, 1995). La reducción del trabajo al empleo se sustenta, por tanto, sobre una consideración específica del sujeto trabajador —varón— y del significado del trabajo —relaciones asalariadas productivas en el ámbito publico. Robert Palh (1991), en un trabajo hoy clásico, cuestionó esta concepción analizando cómo las relaciones en las que se produce una actividad concreta son las que determinan si un trabajo se entiende como tal o no: no es lo mismo que una mujer se planche una camisa para sí misma, que lo haga para una fábrica, para su marido, para una amiga o como parte de un negocio propio. La misma actividad —planchar una camisa— adquiere un significado y una materialidad específica dependiendo de las relaciones en las que se incorpora, especialmente si implican o no una relación contractual y remunerada —si entran o no en la esfera «pública».

En un marco de relaciones sociales que establece una imagen de nítida distinción entre trabajo y vida, aspectos como la organización heteropatriarcal de la familia, y los modelos de feminidad y masculinidad, lejos de ser cuestiones «privadas» resultan profusa y públicamente patrulladas: la maternidad o su posibilidad como aspectos inhibidores de ofertas de empleo y como lastre en el currículo; la naturalización del trabajo doméstico y el cuidado de los hijos como labor femenina prioritaria lo que sustenta la «doble jornada» y los enormes desequilibrios en la distribución de los tiempos y las tareas en el hogar; la interpretación del empleo femenino como secundario o adyacente, lo que se traduce en salarios más bajos y «feminización de la pobreza» —particularmente en hogares donde la principal proveedora es una mujer; o la situación de dependencia e inseguridad de las «amas de casa», sólo consideradas en relación con el trabajo asalariado de sus parejas (Comás D’Argemir, 1995; Borderías, 1996).
La vinculación de las mujeres al cuidado, y lo que se percibe como una incapacidad de escindir aspectos instrumentales y expresivos, se plasma en la feminización de determinados sectores laborales enormemente precarizados —y crecientemente ocupados por mujeres inmigrantes con y sin papeles—, como es el caso del servicio doméstico. Situado entre lo «público» y lo «privado», entre la relación personal y la salarial, se trata de un trabajo de gran importancia, pero que goza de escasa consideración social y para el que las mujeres se perciben «naturalmente» cualificadas. De hecho, prácticamente no se entiende como «trabajo» sino más bien como una prolongación de la domesticidad. Todos estos aspectos parecen plasmarse en la precariedad de las situaciones de empleo en este sector, regido por una regulación especial que deroga gran parte de las seguridades establecidas en el Estatuto de los Trabajadores: la relación contractual puede ser oral, no hay obligación de cotización por la parte empleadora si el contrato es inferior a las 20 horas semanales, ni necesidad de cubrir el salario mínimo interprofesional, y las jornadas de trabajo muy a menudo exceden lo pactado prolongándose de forma indefinida. Las situaciones de indefensión se multiplican especialmente en casos de enfermedad o edad avanzada, ya que al no haber cotizado —en la mayoría de los casos— resulta imposible acceder a una pensión propia, —a no ser de tipo asistencial— lo que agudiza las situaciones de dependencia.

Para las mujeres inmigrantes el trabajo doméstico constituye un nicho de empleo receptivo y donde tienen una incorporación relativamente sencilla al trabajo asalariado en el contexto del estado español, lo que en muchas ocasiones les supone la posibilidad de regularizar su situación (Criado, 2001). Sin embargo, la precarización y la indefensión ante los abusos son una constante, y la desregularización del sector se convierte en una limitación a la hora de solicitar determinadas prestaciones como la reagrupación familiar (Ruth Mestre, 2000). Más aún, lo que se percibe en ocasiones como un periodo transitorio hasta ser capaces de acceder a un empleo distinto o que se ajuste a las cualificaciones personales, tiende a prolongarse en el tiempo al ser otros sectores laborales mucho menos receptivos, cuando no hostiles, hacia las mujeres inmigrantes. Se trata por tanto de una forma de inserción enormemente precaria e inestable en el ámbito del empleo.
No resulta descabellado vincular estas situaciones de precariedad e irregularidad con la invisibilidad del trabajo doméstico y de cuidado —sea éste asalariado o no. No sólo por la evanescencia de las tareas desempeñadas —limpiar cosas que se vuelven a ensuciar, producir alimentos que se consumen, ofrecer atenciones personales inmateriales— sino porque cómo apunta Anne McClintock (1995) el desempeño exitoso del rol doméstico se vincula a que éste no sea percibido: el ángel del hogar no debe dejar huellas (11).
Si tras recorrer estos espacios precarizados de las relaciones socio-laborales volvemos nuestra mirada al análisis de Fraser, ¿cómo podría dar cuenta esta perspectiva de las situaciones a las que estamos haciendo referencia? Materiales y semióticas a un tiempo, se trata de posiciones donde lo económico y lo simbólico no dejan de reforzarse mutuamente de formas no discontinuas y donde las «diferencias» y las discriminaciones se multiplican. Discriminaciones que se plasman en inseguridad e inestabilidad laboral, en segregaciones en empleos de peor calidad, menor protección, salarios más bajos y en muchos casos exclusión del mercado laboral formalizado. La inestabilidad y la flexibilidad forjan identidades y las «marcas» se encarnan: cuerpos, espacios y trabajos en los que lo visual encarnado y materializado se privilegia en la delimitación de lo propio y lo impropio, lo reconocido como «extraño» (Ahmed, 2000). Se fetichizan las miradas y las «marcas» de la diferencia prometiendo que los «otros» son diferentes a «no(s)otros» y se mantendrán a distancia. ¿Pero qué ocurre cuando la visión se torna borrosa? ¿Cuándo las fronteras proliferan y se hacen constantes? ¿Cuándo la garantía de visibilidad de «lo otro» se traiciona?

5. De lo visible y lo invisible: materialidad de los cuerpos marcados y estrategias de Passing
La imagen, el aspecto, lo visualmente reconocible son cuestiones de gran relevancia en el mercado laboral. Son múltiples las demandas de empleo donde expresamente se incide en el aspecto, y es ésta una de las formas en que las exclusiones de determinas personas se vuelven más evidentes. Las diferencias «marcan» ciertos cuerpos, se encarnan y resultan «fácilmente» reconocibles. La piel, los acentos, el aspecto, las formas de vestir o de ocupar el espacio se tornan así en fronteras privilegiadas que marcan las inclusiones y exclusiones. Las reticencias a incorporar personal que no responda a la normalidad hegemónicamente establecida en una sociedad dada —descrita como étnica y racialmente homogénea— se defienden escudándose en un posible rechazo de la clientela a lo reconocido como diferente. Frente a este planteamiento se están desarrollando no sólo legislaciones antidiscriminatorias —limitadas en cualquier caso por el acceso o exclusión de la ciudadanía de las personas afectadas—, sino estrategias y códigos de buenas prácticas que inciden en los beneficios de incorporar la diversidad en la gestión de las empresas(12).
Pero no todas las formas de diferenciación ni todas las discriminaciones se visibilizan, ni todas ellas llegan a cuestionar tales situaciones en conflictos abiertos. Hay conflictos que se mantienen ocultos en las relaciones socio-laborales, bien porque las discriminaciones en las que surgen se perciben como legítimas o bien porque se perciben como situaciones individuales (García Dauder, en prensa). Más aún, hay ocasiones en las que determinadas «diferencias» socialmente infravaloradas no resultan evidentemente visibles, ni aparecen inmediatamente encarnadas. Ésta es la situación en gran medida de las sexualidades que no responden a la heteronormatividad hegemónica.
Se puede argumentar que la sexualidad es un aspecto de la intimidad personal y que no tiene nada que ver con el ejercicio eficiente de un empleo. De hecho, en muchas ocasiones es un aspecto que se oculta en el acceso y desarrollo a una actividad laboral, precisamente por la negativa valorización social a la que va asociada. En esta dirección gran parte de la doctrina jurídica que ha abordado esta cuestión incide en la preservación de la intimidad, y en una separa-ción radical entre el desempeño de la actividad laboral y la vida personal: la forma de vida, las prácticas sexuales y los lazos emocionales de las personas no inciden en su desarrollo profesional (Charcartegui Javega, 2001; José M. Morales Ortega, 1999). Éste es un planteamiento enormemente eficiente a la hora de responder a las discriminaciones de que son objeto lesbianas, gays y bisexuales en el empleo, pero a costa de individualizar las discriminaciones. Así, en muchos casos las personas lesbianas, gays o bisexuales se ven impelidas a pasar por heterosexuales: se vuelven invisibles y desaparecen del ámbito del empleo. En este sentido, cuando Fraser (1997; 2000) afirma que las injusticias de que son objeto las personas gay son resultado de faltas de reconocimiento en lo social y no a injusticias redistributivas, porque —según razona— hay personas gay en todos las esferas del empleo, no parece considerar que de hecho la mayoría no está en el ámbito del empleo en cuanto personas gay, sino como heterosexuales.
Más aún, dados los problemas para visibilizar un colectivo que permanece expresamente oculto en la esfera del empleo, ¿qué tipo de estudios —más allá de un ejercicio de mera intuición— han permitido a Fraser llegar a tales conclusiones?
La consideración de las injusticias de que son objeto lesbianas y gays como forma «pura» de reconocimiento, es una de las cuestiones que más ampollas y literatura ha generadosobre el planteamiento de Fraser (Butler, 2000; Young, 1997). Sustentándose en tal argumento desde determinadas posiciones de la izquierda se ha denunciado rápidamente el desarrollo del llamado «capitalismo rosa», criticándose el «egoísmo» y el particularismo de las luchas de una población que se percibe como privilegiada económicamente(13). Este tipo de planteamiento se sustenta en la sobrevisibilidad de determinados segmentos de la población gay —varones blancos, de edad media, educados, urbanitas— con alto poder adquisitivo y acceso a los medios de comunicación. Pero, ¿hasta qué punto no se asimila y homogeniza al conjunto de lesbianas, gays y bisexuales bajo las características de un sector reducido? Son escasos los estudios dirigidos a considerar la situación de las personas lesbianas, gays y bisexuales en el ámbito socio-laboral y su capacidad adquisitiva, entre otras cosas porque como ya hemos mencionado se trata de un colectivo ciertamente elusivo. Pero en los pocos estudios que se han realizado —y que han intentando ir más allá de encuestas a consumidores de determinados productos o determinada prensa abiertamente gay—, parecen cuestionar esa supuesta situación de privilegio económico, y mostrar una enorme heterogeneidad de situaciones socio-económicas en el colectivo gay (GLEN y NEXUS, 1995; Badgett, 1998) (14).

Así por ejemplo, en el estudio desarrollado por GLEN y NEXUS (1995) en Irlanda parece confirmarse la existencia de mayores niveles de pobreza, mayor inseguridad, y problemas para completar los estudios por parte de la población lesbiana y gay entrevistada. Por otro lado, el trabajo desarrollado por Badgett (1998) en EE.UU. apunta a la presencia de una brecha entre la situación económica de las mujeres lesbianas y bisexuales y la situación de los varones gays y bisexuales que mimetiza la distancia socio-económica de varones y mujeres en las sociedades occidentales. Destaca, además, la existencia de cierta distancia entre la situación económica de varones gays y bisexuales y varones heterosexuales, siendo estos últimos los que se encontrarían en general mejor situados en términos de ingresos. Este estudio cuestiona especialmente el mito de que lesbianas, gays y bisexuales constituyen una población con «dos sueldos y sin hijos/as», apuntando cómo, de hecho, muchas personas lesbianas, gays y bisexuales conviven con hijas/os. Sin embargo, estas investigaciones no dejan de resultar problemáticas en ciertos aspectos, especialmente a la hora de: 1) acceder a la población en estudio; 2) delimitar quiénes son lesbianas, gays o bisexuales; y 3) distinguir entre poblaciones en términos étnico-raciales. Además estas investigaciones no consideran la situación de personas transgénero y transexuales, lo que vuelve a generar exclusiones importantes, si bien probablemente se requeriría de estudios específicos sobre estos colectivos (15).
Pero no es sólo que en general Fraser (1997; 2000) tienda a homogeneizar a la población gay igualándola a la situación de un segmento de la misma, sino que obvia la cotidiana «invisibilidad» de muchas personas lesbianas, gays o bisexuales y su mimetismo con las personas heterosexuales. La cuestión del passing —»pasar por»— ha sido ampliamente analizada por determinada literatura anglosajona especialmente vinculada a cuestiones raciales (Ahmed, 1999; 2000; Somerville, 2000; Valerie Smith, 1998; Butler, 1993). En estos análisis se incide en la potencial capacidad del passing para cuestionar la estabilidad y seguridad de toda identidad y cómo en el fondo toda ocupación de una identidad es siempre incompleta y hasta cierto punto fraudulenta: todo proceso de identificación implica un cierto ejercicio de passing (Butler, 1993). Sin embargo, como señala Sara Ahmed (2000) las diferencias entre unas formas de passing y otras son importantes, ya que se producen en relaciones de poder enormemente desiguales de las que hay que dar cuenta y que tienen consecuencias que importan tanto en la efectividad como en el fracaso de las prácticas de passing.
En unos contextos socio-laborales donde el aspecto resulta tan patrullado, no sólo la piel, sino los comportamientos, el porte —la hexis corporal de Bourdieu (1991/1980)—, las formas de presentarse y ocupar el espacio, resultan importantes. En el caso de las personas lesbianas, gays o bisexuales, el tener o no pluma, esto es, desplegar un conjunto de actitudes, una imagen y un comportamiento que se interprete socialmente como «evidentemente» lesbiano o gay —por ejemplo un amaneramiento descrito como «afeminado» en los varones y unas formas descritas como «masculinas» en las mujeres— pueden constituir aspectos que den lugar a discriminaciones directas en el acceso a empleo. En el caso de personas transgénero o transexuales, el passing eficaz o fallido se define en términos de ser o no ser reconocido/a como «realmente» mujer u hombre —las dificultades para cambiar el nombre y el sexo/género en los documentos oficiales no lo facilitan precisamente (16). Pero, ¿qué se cuestiona y se sanciona negativamente cuando se discriminan las preferencias sexuales en términos de «masculinización» de las mujeres y «feminización» de los varones? Quizá lo que se pone en evidencia con estas actitudes no es sólo una regulación heterosexual de la sexualidad, sino sobre todo que los espacios definidos como masculinos y como femeninos se mantengan estables.
Pero ni siquiera los casos de passing efectivos garantizan una seguridad en el desempeño del empleo. Las situaciones de passing dan lugar a posiciones permanentemente precarizadas aún en empleos estables al estar perpetuamente amenazadas por la posibilidad de ser «descubiertas». Esto favorece la vulnerabilidad ante diferentes tipos de acoso —acoso sexual, acoso moral (mobbing)—, tal como parece inferirse de la especial preocupación por estos aspectos en la literatura jurídica (Charcartegui Jávega, 2001). Como apuntó Gayle Rubin (1989) parece que las personas lesbianas, gays y bisexuales se encuentran muchas veces ante la encrucijada de escoger entre una «pobreza honesta» o la «tensión de mantener una identidad falsa» (156-158). Esto es, el dilema entre acceder a empleos «precarios» pero que permitan «asegurar» la identidad, o acceder a empleos «seguros» donde la necesidad de ocultar la condición de lesbiana, gay o bisexual «precariza» la situación personal. En el estudio desarrollado por GLEN y NEXUS (1995) en Irlanda, parece corroborarse una tendencia a preferir trabajos de una cualificación inferior, pero que permiten evitar «los agobios del armario».

Cabe preguntarse hasta qué punto este tipo de situaciones pueden ser calificadas como forma «pura» de reconocimiento (Fraser, 1997; 2000), cuando las relaciones entre valorizaciones culturales y situaciones socio-económicas tienden a reforzarse mutuamente, de tal forma que los límites entre unos aspectos y otros se vuelven indiscernibles. Más aún, los intentos por establecer «primogenituras» entre los aspectos simbólicos y los económicos acaban dando
lugar a un absurdo juego de «huevo y gallina» que no tiene demasiada utilidad. Lo que sí parece evidente es que la situación de las personas lesbianas, gays, bisexuales y también transexuales y transgénero da lugar a formas de discriminación en el empleo que empiezan a visibilizarse y ante las que se requieren actuaciones concretas, tanto aquéllas que incidan en la promoción de garantías jurídicas (Charcartegui Jávega, 2001; Manuel Alonso Olega, 1998;
Morales Ortega, 1999), como las que incidan en modificación de discriminaciones —formales o informales— en las relaciones socio-laborales.

6. ¿Hacia una Lógica Articulatoria de la Diversidad?

La resistencia tiene muchas formas y es a menudo específica de un grupo concreto sin que ello nombre o afirme una esencia grupal. La mayoría de estas luchas conscientemente incorporan aspectos de reconocimiento cultural y de privación económica, pero sin constituirlos como fines totalizantes. Ninguno de estos aspectos es en sí mismo «transformador», pero unidos, pueden resultar profundamente subversivos. (Iris Marion Young, 1997:160).
Es perfectamente factible establecer una relación directa entre el principio de igualdad y la consideración de la diferencia como base de los tratamientos normativos del mundo del trabajo. (…) Tutelando así la diferencia, se protege en términos globales la igualdad; se consigue «un derecho desigual sin desigualdades». (Antonio Baylos Grau, 1998: 33).

A lo largo de este artículo he intentado argumentar que no es posible promover políticas de justicia social —especialmente vinculadas al ámbito de las relaciones socio-laborales— únicamente atendiendo a la clase o al género, o únicamente a la «raza» o la sexualidad, ni establecer la preeminencia de una situación de opresión sobre las otras, ya que se conforman mutuamente. La teorización de Fraser (1997; 2000; 2001) supone un reseñable intento de ampliar el paradigma de la justicia incorporando estrategias de redistribución y de reconocimiento como aspectos irrenunciables en la consecución de la justicia social. Sin embargo, Fraser mantiene una clasificación que además de incidir en la existencia de discontinuidad entre elementos económicos y simbólicos, tiende a describir las distintas situaciones de opresión de manera dualista e independiente. Esto hace que su análisis presente limitaciones a la hora de abordar los modos en que las distintas posiciones sociales surgen como efecto de jerarquizaciones y ordenamientos diversos y de opresiones simultáneas —si bien siempre contingentes. Opresiones y exclusiones encarnadas y vividas de formas difícilmente reducibles a una definición bivalente; injusticias que además no responden únicamente a una única característica de diferenciación y ordenación social.
Como he intentado mostrar en el presente artículo, las diferenciaciones por razón de género, «raza», pertenencia étnica, clase, sexualidad, edad aparecen articuladas y entreveradas las unas en las otras. Esto no significa que constituyan posiciones equivalentes, ni que las formas en que se instituyen sean simétricas. Tampoco significa que los rasgos de diferenciación supongan en todo momento situaciones de opresión y dominación, ya que en ocasiones determinadas marcas de opresión en una sociedad concreta pueden convertirse en el contexto no marcado para la actualización de otra forma de opresión —por ejemplo momentos en los que el género se convierte en el ámbito no marcado para el desarrollo del racismo o la clase en un espacio para la articulación del sexismo.
De este modo he pretendido mostrar cómo las posiciones precarizadas en lo simbólico —en tanto diferentes u otras para la normatividad hegemónica— tienden a corresponderse con posiciones precarizadas en las relaciones laborales —descritas en términos de temporalidad radical,irregularidad, empeoramiento de las condiciones de empleo, bajos salarios y dependencia. Esto no implica una priorización de los aspectos simbólicos sobre los económicos, que invierta las concepciones habitualmente presentes en las relaciones socio-laborales. Por el contrario, supone la constatación de la imposible subsunción de unas formas de diferenciación a otras y la necesidad de abordarlas en su complejidad, atendiendo especialmente a las diferencias de poder que configuran las distintas posiciones. Esto ha llevado a una propuesta de ampliar la concepción de la precariedad atendiendo no sólo a aspectos económicos, sino también a los simbólicos. Esta propuesta resulta, en gran medida paralela con la de ampliación del paradigma de la justicia por parte de Fraser (1997; 2000; 2001), si bien con algunas diferencias relevantes: en particular —como ya se ha señalado— en relación con la discontinuidad que Fraser apunta entre estrategias de reconocimiento y de redistribución, y con las limitaciones de su análisis para considerar situaciones donde los antagonismos se multiplican de formas no reducibles a una única diferencia.
Si bien entiendo el interés de Fraser en el mantenimiento de la distinción entre reconocimiento y redistribución, particularmente cuando hay una tentación bastante extendida en la «izquierda» a subsumir las demandas de reconocimiento a demandas redistributivas o simplemente ignorarlas, aceptar su clasificación nos emplaza en un modelo binario que tiende a esclerotizar y limitar el abordaje de las diferencias. Por todo ello, considero que sería necesario teorizar las relaciones entre las diferentes esferas de antagonismo social en su complejidad, así como sus reactualizaciones contingentes, atendiendo a cómo se producen las diferentes diferencias, sus jerarquizaciones y exclusiones en situaciones concretas. En definitiva, un análisis de los procesos de articulación de las diferentes diferencias que vaya más allá de fórmulas que reproduzcan dualismos entre aspectos simbólicos y económicos.

Notas

(1) Agradezco a Silvia García Dauder sus sugerencias y comentarios fundamentales en la elaboración de este artículo.

(2) Se tiende a considerar que las discriminaciones de que son objeto lesbianas, gays y bisexuales se concentran en los aspectos «simbólicos» y que en términos económicos constituyen una población privilegiada —el mito del «doble salario sin hijos» y el floreciente «capitalismo rosa». Los escasos estudios que se han realizado al respecto, parecen mostrar un panorama bien distinto, donde las situaciones privilegiadas bajo las que se homogeneiza al colectivo de lesbianas, gays y bisexuales, corresponden a la situación de una minoría mayoritariamente de varones, blancos, occidentales, altamente educados y urbanos (GLEN y NEXUS, 1995; Badgett, 1998). La situación del colectivo transexual y transgénero, por otro lado, resulta aún más sangrante si cabe, mayoritariamente excluido de los ámbitos salariales y marginalizados a actividades como al trabajo sexual —parece ser que en torno a 80% de la población transexual M2F (MaleToFemale/de hombre a mujer) en el estado español se dedica al trabajo sexual (datos de la Asociación Transexualia).

(3) Bajo el término queer se está generando una interesante literatura que cuestiona la normalización de la heterosexualidad así como las rígidas barreras que se establecen entre homosexualidad y heterosexualidad, ofreciendo un espacio teórico para la consideración de la «artificialidad» de toda sexualidad (Teresa de Lauretis, 1991; Butler, 1991; Beatriz Preciado, 2002). L@s teoric@s queer inciden en que toda categoría identitaria es siempre inestable, y critican los efectos normalizadores y reguladores de las mismas, así como las exclusiones que produce toda fijación. Impulsan estrategias políticas de trasgresión y deconstrucción, políticas de articulación que no cancelen las diferencias sino que las incorporen en su inestabilidad de formas no reductoras. En particular surgen como una radicalización de unas políticas de gays y lesbianas liberales que se percibían como excluyentes y normalizadoras —mayoritariamente centradas en la situación de varones, blancos, educados y con recursos. En ese sentido parten de la heterogeneidad — lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, transgénero, intersexuales, S/M, pero también de géneros, «razas», etnias, clases, procedencias, prácticas sexuales, formas de vida— y utilizan el término queer como un término abierto a ocupaciones políticas contingentes. Últimamente ha habido denuncias, sin embargo, que señalan como el término ha vuelto a ser reocupado mayoritariamente por varones blancos, perdiendo parte de su potencial político y trasgresor.

(4) Fraser (1997) complejiza más el panorama de posibles estrategias políticas para alcanzar la justicia social tanto en términos redistributivos como de reconocimiento. Apunta a la existencia de otras dos estrategias posibles además de las mencionadas de «redistribución transformadora» —que describe como estrategia «socialista»— y de «reconocimiento transformador» —mediante la «deconstrucción de las diferencias». Éstas serían estrategias que califica de «afirmativas» y que identifica por un lado, con una forma de «Estado de bienestar garantista» —reformador y que suaviza las desigualdades sin cuestionar el modelo distributivo—; y por otro con un «multiculturalismo central», dirigido a «una reasignación superficial del respecto entre las identidades existentes de los grupos existentes» (Fraser, 1997: 45). Si he mencionado sólo las estrategias transformativas es porque son las defendidas por Fraser en tanto formas adecuadas para la promoción de la justicia social.
(5) Recordemos que Nancy Fraser es estadounidense, y es Estados Unidos su marco de referencia, de ahí la forma en que desarrolla sus ejemplos.

(6) El paso que da Fraser (2001) desde una perspectiva ética relativista que vincula a Hegel a una perspectiva moral universalista que vincula a Kant resulta problemático: no sólo porque refuerza una oposición entre universalismo y relativismo ampliamente cuestionada (ver por ejemplo Haraway, 1995), sino porque parece olvidar que el universalismo kantiano se construye sobre la base de amplias exclusiones —las mujeres y las personas no-blancas fundamentalmente. Se trata por tanto de un particularismo con pretensiones de universalidad. Aunque Fraser evita parcialmente esta limitación hablando de universalismos «pragmáticamente informados», y por tanto hegemonías valorativas en una sociedad concreta, no llega a cuestionar las formas en qué se generan tales hegemonías, ni sobre que exclusiones se establecen.

(7) Naomi Klein (2001) apunta a que actualmente las dimensiones globales de la producción y la preeminencia de las marcas dan lugar a una nueva forma de división internacional del trabajo. Mientras que la producción de las cosas materiales se tiende a emplazar en los países empobrecidos, los aspectos de comercialización, imagen y producción del valor de signo de las marcas —que son los que generan mayor valor añadido—, se concentran en los países enriquecidos. Pero si ella interpreta esto como una escisión entre aspectos simbólicos y económicos en una nueva forma de capitalismo globalizado de consumo —alertando sobre el excesivo énfasis de las políticas de la izquierda sobre las identidades y su representación, y el olvido de los aspectos económicos—, creo por el contrario, que es más bien una prueba más de la imposibilidad de tal escisión: lo simbólico se encuentra en la base de la organización productiva global y en la explotación de los países empobrecidos, y es sobre los valores de símbolo que se obtiene la maximización de las plusvalías y beneficios.

(8) Estas situaciones hacen referencia mayoritariamente a las sociedades occidentales en el momento actual, si pensamos en la situación de las mujeres en otros lugares del mundo, o hace unos años en el estado español; o en la situación de las personas negras en el Apartheid o en los estados segregacionistas en EE.UU., podemos ver como la cuestión del acceso a la ciudadanía ha sido y sigue siendo una de las demandas fundamentales. En esta dirección, podemos considerar los esfuerzos que se vienen dirigiendo a denunciar y responder a las exclusiones y discriminaciones directas e indirectas legalmente inscritas (Chacartegui Jávega, 2001), y en particular, las demandas de modelos no excluyentes de ciudadanía (Chantal Mouffe, 1999).

(9) En esta dirección parecen situarse los análisis y las demandas de diversos colectivos sociales que se agrupan bajo el signo de interrogación de la precariedad, en particular en el proyecto colectivo de análisisacción «Precarias a la Deriva» cuyos debates y conclusiones parciales se están publicando en http://www.sindominio.net/acp

(10) La situación de las mujeres en el empleo ha sido ampliamente analizada, si bien continúa considerándose en gran medida como apéndice o caso particular, sin que las relaciones de género se consideren centrales en el estudio de las relaciones socio-laborales.

(11) Anne McClintock (1995) desarrolla este interesante argumento atendiendo a la constitución del ideal de domesticidad burguesa en la época victoriana, pero si atendemos a las imágenes que siguen poblando los anuncios de productos de limpieza —donde la suciedad desaparece sin necesidad de despeinarse o ensuciarse las manos— no parece ser tan distante de la sociedad actual. Pero si en la época victoriana la «inactividad» era garante de la feminidad, en la actualidad la capacidad de solventar la domesticidad sin que se note se entiende como parte de la actividad desenfrenada de la «mujer moderna», una «superwoman» que no sólo tiene éxito profesional sino que continua respondiendo a los imperativos de la feminidad en todas sus formas: es ama de casa, madre, cuida de su aspecto y es sexualmente complaciente con su pareja.

(12) Respondiendo a la justificación de la discriminación que inciden en el beneficio económico de las mismas —las ventas se pueden reducir, la clientela puede sentirse incómoda— en los mismos términos las propuestas de «gestión productiva de la diversidad» apuntan al interés económico y la eficiencia de las prácticas no discriminatorias: la incorporación de personal de otros colectivos étnicos, «raciales» o religiosos puede permitir expandir los potenciales consumidores. Además el respeto a la diferencia se convierte en un elemento motivador en el seno de la empresa que anula conflictos de carácter racista, sexista u homófobo lo que permite una mejora de las relaciones laborales e impide la adopción de decisiones ineficientes basadas en prejuicios de cualquier tipo. La promesa que encierran las políticas de «gestión productiva de la diversidad» es la de la anulación de los antagonismos y conflictos que pongan en peligro la productividad y la eficiencia, así como, el fomento de nuevas ideas, perspectivas o planteamientos que puedan promover los beneficios y la expansión empresarial. Se trata por tanto de estrategias organizativas donde no se ponen en cuestión las formas en que determinadas características pasan a ser consideradas diferencias significativas, aspectos marcados que resultan infravalorados (Cachón y Moldes, 1999).

(13) Esta es una cuestión que convendría analizar en su complejidad: cómo a través del consumo se obtiene un «espacio» en la sociedad, pero un espacio reducido a la producción de beneficios económicos. Más aún, ¿qué tipo de personas gay son las que empiezan a ser reconocidas en las sociedades occidentales? ¿Quiénes son excluidas? ¿Qué tipo de normalizaciones se imponen? Pero también cómo el aparecer como sujeto económico visible, como potencial consumidor, ha ido acompañado del reconocimiento de ciertos derechos de ciudadanía en determinados estados.

(14) Agradezco a Sarah Bracke y a Alexis Dawaele que me hayan facilitado estos estudios.

(15) No he encontrado ningún estudio sobre la situación socio-económica y las relaciones socio-laborales de las personas lesbianas, gays, bisexuales, transgénero y transexuales en el estado español, pero creo que sería, sin duda, un trabajo a realizar.

(16) Desde hace unos pocos años el DNI del estado incluye no sólo clasificación sobre el «sexo» de adscripción de las personas —M, mujer; V, varón—, sino también el «género» —F, femenino; M, masculino. No deja de ser curiosa esta distinción en un momento en el que las luchas de las personas transgénero y transexuales se hacen más evidentes. ¿Qué se está patrullando con tal distinción? ¿Qué se pretende preservar?

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