«Sobre la cadena perpetua» por Javier Sáez

Hay distinciones que dan que pensar. Por ejemplo, muchos grupos de derechos humanos luchan por la abolición de la pena de muerte, pero dejan intacta la cuestión de la cadena perpetua. En el fondo, ¿qué diferencia hay entre la muerte física y la muerte de la libertad? Más bien poca, pero muchos de los que no se atreven a apoyar la pena de muerte porque les parece algo atroz, por una cuestión de derechos humanos, apoyan o guardan silencio sobre la cadena perpetua y sobre el sistema penitenciario en general. Es un lavado de conciencia. Podemos justificar el hacinamiento durante 30 años de un preso, que quede sin libertad durante el resto de su vida, pero nos llevamos las manos a la cabeza cuando en EEUU, en China o en Irán ejecutan a una persona.

En España la mitad de los presos están infectados con el virus del sida, a sabiendas de las autoridades penitenciarias (según otros datos, el 70%). Hay quien discute si eso es una política de exterminio o no. Da igual, aunque no hubiera sida ni torturas en las cárceles, el problema no es sólo la muerte física, sino la muerte política, civil, social. Sabemos desde hace mucho (y lo sabemos mejor después de Foucault y su magnífico Vigilar y castigar) que el discurso de la rehabilitación es falso, que la cárcel no es una forma de reinserción, ni de cambio, ni de reeducación. Es un centro de tortura psicológica y física, de venganza, de ejercicio impune, gratuito e inútil de la violencia y el terror por parte del Estado. Y también una máquina de producción de individuos aislados, jerarquizados, obligados al trabajo, normalizados. Es la naturalización del poder de castigar.

Los buenos ciudadanos que abominan de la violencia visible no dudan, por el contrario, en legitimar pasiva o activamente el sistema penitenciario, con argumentos menos delicados que los del Ministerio de Justicia, pero más sinceros: «que se joda ese cabrón, que se pudra en la cárcel, eso es peor que la muerte» y otras lindezas, que son el verdadero trasfondo de las intenciones de esa institución. Es decir, violencia, pulsión de muerte legitimada, limpia, invisible. Uno de los efectos más desgraciados de ese discurso es precisamente la alianza que se da entre los ciudadanos y los gobernantes a favor de la represión y en contra de los «anormales», de los «delincuentes». El racismo de Estado está en la base de ese afán de depuración: los súbditos lo aprenden rápido. Esto es muy grato a los políticos (y a los policías, valga la redundancia). Las manadas de lobos autodenominadas «patrullas de defensa» que se dedican a quemar chabolas de gitanos presuntamente traficantes, las manifestaciones ciudadanas pidiendo más policía en las calles, los muchachos en las aceras pidiendo firmas «contra la droga», genocidas profesionales como Georges Bush luciendo un lacito azul contra «el» terrorismo (no contra el que él mismo o Corcuera practican), todas esas situaciones que vivimos hoy sellan un lazo perfecto entre los ciudadanos y el poder, muy conveniente para el funcionamiento disciplinario de éste.

Cuando pedimos la libertad para los insumisos presos, o la no aplicación de la pena de muerte (causas que, por supuesto, son muy defendibles) no deberíamos pasar por alto el efecto que se produce por exclusión: se diría que los que están presos por motivos que no son de conciencia o políticos deben seguir en la cárcel, o que la cadena perpetua puede sobrevivir para otros, etc. Por otra parte, es peligroso diferenciar de esta manera, con el criterio «de conciencia». ¿Por qué robar no puede ser considerado una opción de conciencia, o una opción política? En todo caso es sorprendente que un pueblo pueda legitimar esa barbarie que son las cárceles. Y no hablo de la hipócrita intención de humanizarlas, porque la cárcel en sí misma es inhumana, o lo que es peor, el inicio de la segregación está en conceptos como el de «naturaleza humana». A la vez estos pueblos se autodenominan democráticos, libres, respetuosos con los derechos humanos, etc. En este sentido hay que poner de manifiesto lo ridículo que es criticar sólo la pena de muerte y justificar al mismo tiempo el sistema penitenciario (por otra parte, es también ridículo plantear la democracia desvinculada de la cuestión de la propiedad; para tristeza de los psocialistas, aún quedan lectores de Marx).

La sociedad puede llegar a creer que la pérdida de la libertad justifica la pérdida de los demás derechos fundamentales (como decía el famoso filósofo del Derecho Felipe González refiriéndose a los presos de ETA: «ésos no tienen ningún derecho»; los GAL demostraron que llevaba razón). Así se explica que no causen alarma ni «clamor popular» noticias como las aparecidas el verano pasado: «Los fiscales aceptan que cuatro presos de Valladolid lleven esposas en la cárcel» (EL PAIS, 25.8.93), «Una prisión de Madrid (Valdemoro) utilizará jaulas para los presos más peligrosos» (EL PAIS, 8.7.93), jaulas hechas con chapa horadada con agujeros de 1 cm. de diámetro, vigiladas con dos cámaras de vídeo, ¡para estar en el patio! Esta última noticia era especialmente reveladora: estos presos (que EL PAIS denominaba «superpeligrosos»), que están 22 horas al día aislados y a los que se saca en estas jaulas al patio, «no van a estar desamparados: dispondrán de educadores…» Que Antonio Asunción nos cuente cómo educar a alguien en esas condiciones (¡el discurso de la rehabilitación ataca de nuevo!). «Se trata de proteger a los que hacen vida normal» declaran desde Instituciones Penitenciarias (penitencia, está claro). Típico ejemplo de cómo camuflar el castigo con el argumento de la seguridad. Primero se encarcela para proteger a la sociedad (de gente tan peligrosa como los insumisos, los vendedores de hachís o los presos preventivos -13.600 en España, la mitad esperando juicio-). Luego, dentro de las cárceles, se quiere proteger a los presos de otros presos, cárceles dentro de cárceles, homotecia interna de la represión social, fractalidad penal que llega hasta los pliegues del cerebro, al manicomio, donde se protege a los recluidos de sí mismos mediante la aplicación de drogas devastadoras (medicamentos, las llaman) que inutilizan el cerebro de los encerrados (en el manicomio de Plasencia, por poner un ejemplo, hay en la actualidad «enfermos» que llevan ingresados allí casi toda su vida sin diagnóstico de locura).

Todo esta gestión de la muerte la lleva a cabo gente respetable, gente honrada, gente normal.

Fuente: http://www.hartza.com

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