La norma heterosexual en las sexualidades disidentes

Elvira Burgos Díaz
Universidad de Zaragoza

El nombre de uno de los potentes y lúcidos ensayos de Monique Wittig, quiero, en primer lugar, traer a la memoria: “El pensamiento heterosexual” (Wittig, 2006a). Pero ¿qué es eso llamado con una voz tan audible y a la vez tan desconcertante “El pensamiento heterosexual” (sobre todo si tenemos presente que el texto se publicó por primera vez en 1980)? Se trata de todo un orden de categorías que en su estrategia de opresión afecta a las vidas de las personas en sus diferentes ámbitos, económicos, sociales, políticos, afectivos; sexuales también pero no única y exclusivamente. Su núcleo central consiste en postular como natural, ahistórico, universal, inmutable, un sistema de diferencias jerárquicamente valoradas. Es siempre lo Otro diferente, pensado desde el lugar del privilegiado sí Mismo, lo que se señala como destinado en su esencia, por naturaleza, a ser objeto de dominación, de apropiación. Ya lo había puesto en evidencia Simone de Beauvoir con anterioridad, en El segundo sexo (Beauvoir, 1987). El esquema, inequívocamente dualista, de larga tradición en nuestra cultura occidental –desde los griegos presocráticos al menos–, dicta su ley: fuera de este territorio de las asimétricas dicotomías, la nada, el vacío, la barbarie, la muerte, el más frío de los silencios, es lo único que puede acontecer.
Dice Wittig: “En efecto, la sociedad heterosexual está fundada sobre la necesidad del otro/ diferente en todos los niveles. No puede funcionar sin este concepto ni económica, ni simbólica, ni lingüística, ni políticamente. Esta necesidad del otro/diferente es una necesidad ontológica para todo el conglomerado de ciencias y de disciplinas que yo llamo el pensamiento heterosexual.
Ahora bien, ¿qué es el otro diferente sino el dominado? Porque la sociedad heterosexual no es la sociedad que oprime solamente a las lesbianas y a los gays, oprime a muchos otros/diferentes, oprime a todas las mujeres y a numerosas categorías de hombres, a todos los que están en la situación de dominados” (Wittig, 2006a: 53).
En el planteamiento de Beauvoir lo Otro tiene fundamentalmente y ante todo un rostro de mujer: “La mujer se determina y diferencia con relación al hombre, y no éste con relación a ella; ésta es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el sujeto, él es lo Absoluto: ella es el Otro” (Beauvoir, 1987, vol. 1: 12). Porque la pregunta es para Beauvoir ¿qué es una mujer?, cómo se llega a ser mujer y qué implica este devenir mujer en el contexto de una sociedad dada, una sociedad patriarcal, sexista. La sexualidad no es lo determinante para Beauvoir sino el hecho de poder ser sujeto o de quedar atrapada en la posición de no sujeto, de objeto pasivo y sumiso, a la que se refiere su categoría de lo Otro, categoría que es el lugar socialmente obligado para las mujeres con independencia de cuál sea el objeto de su deseo sexual. Beauvoir, no obstante, dedica un apartado de su obra a “La lesbiana”. Allí se hace evidente, sin embargo, que, a su juicio, lo problemático para la cultura dualista patriarcal no es el modo de la práctica sexual elegida por las mujeres sino si ellas adoptan en contra de la norma imperante una actitud decidida y activa, si ellas se conciben a sí mismas
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como sujetos libres, abandonando su lugar asignado de subordinación. En este sentido, leemos: “El hombre se siente más irritado por una heterosexual activa y autónoma que por una homosexual no agresiva; solo la primera se opone a las prerrogativas masculinas; los amores sáficos están muy lejos de contradecir la forma tradicional de la división de los sexos, pues en la mayoría de los casos son una asunción de la feminidad, no su rechazo” (Beauvoir, 1987, vol. 2: 154).
El lesbianismo no es índice sin más para Beauvoir de libertad, de un proyecto de vida donde quede quebrada la dependencia de las mujeres con respecto a los hombres. Es importante subrayar, en todo caso, que para Beauvoir la sexualidad, sea heterosexual o bien homosexual, no está determinada por ningún “destino anatómico” (Beauvoir, 1987, vol. 2: 151); y que, en contra de opiniones psicoanalíticas muy presentes en su época, la homosexualidad no puede entenderse como “un algo sin terminar. En verdad la lesbiana no es más mujer “frustrada” que “superior”” (Beauvoir, 1987, vol. 2: 153). Cierto que valora el que el psicoanálisis conceptualice la homosexualidad no desde una perspectiva anatómica sino como un fenómeno psíquico, pero Beauvoir no acepta juzgar a las lesbianas como seres de algún modo deficientes. Es firme en su afirmación de que no se encuentra una distinción profunda entre la heterosexualidad y la homosexualidad (Beauvoir, 1987, vol. 2: 165); ahora que tampoco deja de reconocer los mayores inconvenientes que pesan sobre las relaciones homosexuales debido a la condena de la sociedad.
Y es un gran acierto, sin duda, el que, rechazando considerarlo como una patología fisiológica o psíquica, encare el lesbianismo finalmente como un acto de elección en situación -un acto de elección en el que, como en cualquier otro acto por lo demás, el contexto, las circunstancias de vida concretas juegan un papel relevante: “En verdad, ningún factor es nunca determinante; siempre se trata de una elección efectuada en la entraña de un conjunto complejo, que descansa sobre una libre decisión; ningún destino sexual gobierna la vida del individuo, cuyo erotismo, por el contrario, traduce su actitud global con respecto a la existencia” (Beauvoir, 1987, vol. 2: 164). No ignoramos que algunas de sus afirmaciones sobre el lesbianismo son muy cuestionables, e incluso parecen más propias de una mente anclada en prejuicios homófobos: “Nada ofrece peor impresión de estrechez espiritual y de mutilación que esos clanes de mujeres liberadas” (Beauvoir, 1987, vol. 2: 170). Pero, hay que reconocerle sobre todo el valor de haberse enfrentado decididamente a persistentes ideas sí claramente homófobas que arrastran peligrosamente nuestras sociedades: “En verdad, la homosexualidad no es ni una perversión deliberada ni una maldición fatal. Es una actitud elegida en situación, es decir, motivada y libremente adoptada a la vez” (Beauvoir, 1987, vol. 2: 170). Además, Beauvoir tiene el mérito de haber abordado esta cuestión en un momento histórico en el que su planteamiento constituyó una auténtica novedad.
Si bien Wittig es deudora del análisis de Beauvoir que denuncia por opresivo el persistente dualismo de lo Mismo y lo Otro, no comparte con su predecesora feminista que la fuerza subversiva radique en el llegar a ser sujeto, trascendiendo la posición asignada de la inmanencia del en sí, mas como mujer, sin abandonar la categoría de mujer, sin discutir el carácter de naturaleza de la dualidad de los sexos; como tampoco acepta Wittig que la sexualidad sea secundaria, que no esté en el centro del debate, que no configure la psique de un modo singular, que no capacite para una acción liberadora. El lesbianismo no es para Wittig “una manera entre otras”. Del lesbianismo concluye Beauvoir: “Para la mujer es una manera entre otras de resolver los problemas que le plantea su
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condición en general, y su situación erótica en particular” (Beauvoir, 1987, vol. 2: 170). Muy al contrario que Beauvoir, Wittig afirma que la homosexualidad, el lesbianismo en concreto, es para “El pensamiento heterosexual” ese Otro/diferente dotado de una potencia de rebelión cuya energía puede derrocar el pernicioso sistema de opresión. El lesbianismo, así, está fuera, más allá, de la norma heterosexual; puro e incontaminado, dibuja una figura risueña de libertad. La novedad de la propuesta de Wittig es notoria pues bajo lo que ella llama “La lesbiana” no solo no encontramos prácticas sexuales heterosexuales, no hallamos tan siquiera a ese Otro al que nombramos “mujeres” y por descontado tampoco a ese sí Mismo denominado “hombres”. El sistema que acuña categorías asimétricas como las de “sexo” y “género” queda derrumbado a través del dinamismo rebelde de una sexualidad ajena a la heterosexualidad; una sexualidad aquella que se piensa como no constreñida, como no dictada ni mediatizada en ningún aspecto por “El pensamiento heterosexual”. Sí hay en Wittig una clara y radical diferencia entre heterosexualidad y lesbianismo.
Confirma Wittig la primera parte de la afamada tesis de Beauvoir: “No se nace mujer” (Beauvoir, 1987, vol. 2: 13). Porque la opresión no halla su raíz en causa natural, biológica, anatómica: tan contundente, o en verdad más aún que Beauvoir, es Wittig en sus argumentaciones en contra de la sentencia, que no muere todavía en nuestros días, de que la biología es el destino. Mas la segunda parte de la cita, “llega una a serlo”, es rechazada por Wittig, quien con esta intención polémica titula uno de sus ensayos precisamente así: “No se nace mujer” (Wittig, 2006b),
publicado originariamente en 1981. No hay ninguna posibilidad para Wittig de un llegar a ser mujer donde la mujer no quede atrapada en una situación de subordinación con respecto al hombre; no hay ninguna posibilidad de que la relación heterosexual no implique la opresión de las mujeres. Esto es así porque Wittig considera que la categoría “mujer”, ya se entienda que alude a sexo o que indique género, feminidad, es, en ambos casos, una marca que de ningún modo precede a la opresión sino que es creada por el sistema con el fin de la opresión, y solo con este fin.
“Mujer” es una marca acuñada a lo largo de una historia que es una historia de opresión. Es una marca que trabaja de modo similar a la noción de “raza” elaborada en la época de la esclavitud, cuando reinterpreta, en función de una interesada red de poder, unos rasgos físicos en sí neutrales. Esta denuncia de Colette Guillaumin en “Race et nature: système des marques, idée de groupe naturel et rapports sociaux” (Guillaumin, 1977) es retomada por Wittig para su aprovechamiento. Comparando los conceptos de sexo y de raza y sometiéndolos a un cierto análisis genealógico, Wittig, apoyándose en Guillaumin, concluye de un modo brillante que “lo que creemos que es una percepción directa y física, no es más que una construcción sofisticada y mítica, una `formación imaginaria´ que reinterpreta rasgos físicos (en sí mismos tan neutros como cualquier otro, pero marcados por el sistema social) por medio de la red de relaciones con que se los percibe. (Ellas son vistas como negras, por eso son negras; ellas son vistas como mujeres, por eso son mujeres. No obstante, antes de que sean vistas de esa manera, ellas tuvieron que ser hechas de esa manera)” (Wittig, 2006b: 34). Con lucidez continúa la argumentación de Wittig: ser mujer –que es una cuestión social, no natural– es algo constrictivo, limitador, opresivo y destructor; algo de ello, del carácter de construcción de la categoría “mujer”, dejaban entrever los hombres cuando les decían a las lesbianas que no eran “verdaderas” mujeres (Wittig, 2006b: 35), lo que implicaba que no se nace mujer sino que hay que convertirse en una “verdadera” mujer; que ser mujer no es un hecho sin más
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sino que implica un proceso laborioso y artificial de adaptación física, psíquica, sexual, económica, social, a los estrechos dictados de la cultura patriarcal.
Es esta una marca de la que Wittig resalta con fuerza que trabaja en favor de la heterosexualidad, para instaurarla como obligatoria, como la única relación legítima. “Mujer” remite por necesidad a un ser heterosexual y al mismo tiempo y en el mismo movimiento a un individuo sometido, subordinado, dependiente, secundario; inesencial en palabras de Beauvoir. “Mujer” es un término que realiza una doble acción: sexista y heterosexista, dado que la sociedad heterosexista es la sociedad sexista y a la inversa. La relación heterosexual, como relación obligatoria entre mujeres y hombres, plantea Wittig, tradicionalmente no ha sido sometida a análisis, ni en las disciplinas humanísticas ni por parte de algunos feminismos, porque es punto de partida presupuesto, como si fuera un núcleo de naturaleza que resta inscrito en el interior de la cultura.
Considerada principio evidente, la cultura heterocentrada organiza sobre la heterosexualidad un diseño completo de toda actividad social e individual, lo que tiene unos claros y contundentes efectos opresivos. La heterosexualidad dicta su norma sobre el conjunto completo de la actividad humana así como universaliza su producción de conceptos.
Cobra sentido desde este ángulo esa afirmación que de otro modo solo puede ser causa de estupor: “¿Qué es una mujer? Pánico, zafarrancho general de la defensa activa. Francamente es un problema que no tienen las lesbianas, por un cambio de perspectiva, y sería impropio decir que las lesbianas viven, se asocian, hacen el amor con mujeres porque “la-mujer” no tiene sentido más que en los sistemas heterosexuales de pensamiento y en los sistemas económicos heterosexuales. Las lesbianas no son mujeres” (Wittig, 2006a: 57).
En la figura de la lesbiana dibujada por Wittig, fracasa esa lógica de la opresión que consiste en lograr que las personas lleguen a ser, para sí y para las otras, tal y como el opresor dice ver que son. Lo que pretende esta figura de Wittig es poner en evidencia la artificialidad de las marcas sexuales a la vez que el modo de trabajo de la opresión. En esta dirección, es un buen ejercicio de crítica el que realiza Wittig, sin duda. Mas el texto de Wittig se dirige asimismo hacia la valoración de la sexualidad lésbica como completamente liberada del poder de la norma heterosexual, a la que puede derrocar desde una posición externa. El lesbianismo, sugiere Wittig, imprime un carácter a la psique, y a la vida social del individuo, de autenticidad. Sería como si esa relación sexual nos llevara de vuelta hacia nuestro ser primigenio, libre de cualquier clase de constricciones sociales; hacia el ser no marcado; hacia lo humano anterior a las marcas con las que la opresión se realiza.
La antropóloga feminista Gayle Rubin, en su texto de 1984 “Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad”, trabaja en favor de lo que ella llama “minorías sexuales” (Rubin, 1989:121) y por lo tanto en contra del imperativo de la heterosexualidad. Rubin afirma la dimensión de construcción social de la sexualidad, pero de todo tipo de sexualidad, a diferencia de Wittig. Rubin lucha en contra de los “axiomas fundamentales” que oprimen pesadamente las vidas de las personas: “Uno de tales axiomas es el esencialismo sexual: la idea de que el sexo es una fuerza natural que existe con anterioridad a la vida social y que da forma a las instituciones” (Rubin, 1989: 130). Manifiesta igualmente y en este sentido que “nunca encontramos el cuerpo separado de las mediaciones que le imponen los significados culturales” (Rubin, 1989: 132).
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Y dice asimismo, de un modo muy elocuente y convincente: “La sexualidad es tan producto humano como lo son las dietas, los medios de transporte, los sistemas de etiqueta, las formas de trabajo, las diversiones, los procesos de producción y las formas de opresión” (Rubin, 1989:133). Pero ello no le impide denunciar en alta voz el ejercicio cultural de represión feroz de las sexualidades, de las sexualidades disidentes. Dado que, según Rubin, todas las expresiones de sexualidad son elaboraciones culturales, no es aceptable de ninguna manera que una actividad sexual concreta, únicamente una, la heterosexual, adquiera el valor de lo legítimo y natural y se erija en instrumento de cruel castigo contra las plurales otras posibilidades sexuales, tan construidas estas como aquella. La sociedad heterosexista organiza todo un esquema, una especie de pirámide, en el que las sexualidades quedan jerarquizadas de acuerdo con la mayor o menor cercanía a la sexualidad encumbrada en la posición de lo bueno, natural y verdadero.
Contra ese pensamiento que dice que solo hay “una única sexualidad ideal” (Rubin, 1989:143), punto de medida de toda la rica escala de sexualidades, se moviliza el discurso de Rubin. El problema es la estratificación sexual que califica de herejías sexuales a las prácticas que no se hayan en la cima de la pirámide. El lesbianismo en sí mismo no detenta, en tal caso, ningún privilegio especial; todo depende del lugar que ocupe en cada sistema concreto de estratificación sexual. Cabe pensar, según ello, que en la sociedad de heterosexualidad obligatoria, la norma heterosexual atraviesa en cierta medida a todas las sexualidades, puesto que las sexualidades se conciben, se juzgan, se ejercitan, ocupan posiciones más o menos subversivas en relación con la sexualidad que es el punto de referencia, la heterosexual. Las otras sexualidades no están, no es posible decirlo así, liberadas de la heterosexualidad. La heterosexualidad es el horizonte bajo el que las sexualidades disidentes se organizan.
De acuerdo con estas tesis de Rubin, no sorprende que el lesbianismo, cierto tipo de lesbianismo, pueda llegar a ser valorado, en algunos discursos concretos, como ocupando el lugar del vértice, del puesto legitimado con el valor de la buena sexualidad. En esta situación, ese lesbianismo no dejaría, sino todo lo contrario, de realizar un ejercicio de represión hacia las otras sexualidades. Porque, como se dijo, lo que hay que desmantelar es, más allá del privilegio de la heterosexualidad o de cualquier otro tipo de sexualidad, el esquema mismo que jerarquiza las sexualidades; ahí encontramos, en el cuadro que fija posiciones asimétricas, el poder represivo contra el que hay que rebelarse. Es cuando alude críticamente al movimiento antipornografía dominante en Estados Unidos en los años 80, cuando Rubin menciona ese modo del lesbianismo capaz de un acto de censura hacia lo distinto de sí: “El movimiento antipornografía y sus textos han sido la expresión más amplia de este discurso. Además, los y las defensoras de este punto de vista han condenado la práctica totalidad de las variantes de expresión sexual, tachándolas de antifeministas. En este marco de pensamiento, el lesbianismo monógamo que se da en relaciones íntimas prolongadas y que excluye la polarización de roles ha sustituido al matrimonio heterosexual procreador como vértice de la pirámide jerárquica de valores” (Rubin, 1989: 171).
La distancia del proyecto de Rubin con respecto al de Wittig es perceptible. Pero no podemos olvidar el hecho de que ambas escriben sus textos con el ánimo de desbaratar el poder, sobre las mujeres, sobre las sexualidades, de las sociedades opresivas. En un trabajo anterior, del año 1975, “El tráfico de mujeres: notas sobre la “economía política” del sexo” (Rubin, 2000), en el que acuñaba la exitosa
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expresión, en el contexto feminista, de sistema de sexo/género y en donde ya argumentaba sobre el carácter de actividad social de la sexualidad, el discurso de Rubin se aproximaba más al de Wittig en cuanto que vinculaba íntimamente la sexualidad y el género. Allí defendía la posibilidad y la necesidad de derrocar el dualismo de género considerando que esta derrota iba pareja a la eliminación del sistema de parentesco basado en la heterosexualidad.
Binarismo de género e imposición de la heterosexualidad eran pensados como estrategias entrelazadas de opresión. De modo que, derrocada la heterosexualidad, se desvanecería el género. Aludía entonces, de modo explícito, al lesbianismo como actitud de resistencia ante el papel destructivo que la sociedad asigna a las mujeres (Rubin, 2000: 82-83).
Luchar contra la opresión de las mujeres y contra el carácter obligatorio de las sexualidades era, según aquel texto de Rubin, la tarea del feminismo. Y su “sueño”, escribe, “es el de una sociedad andrógina y sin género (aunque no sin sexo)” (Rubin, 2000: 85). Es más, Rubin se refería directamente a Wittig, señalando cómo su propuesta, la de Wittig, de “las guerrilleras amazonas es un medio transitorio para llegar a una sociedad sin géneros” (Rubin, 2000: 84).
En “El tráfico de mujeres” Rubin compartía con Wittig la utopía de un mundo sin géneros; un mundo en el que la sexualidad sería libre y liberadora, no estando contaminada por la dictadura de lo social. Como aquel sería un mundo donde la heterosexualidad habría sido quebrada, las sexualidades existentes habitarían plenamente al margen, en la distancia, de la heterosexualidad.
Pero en “Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad” desplaza su óptica de análisis. Afirma que en su trabajo anterior trataba a la sexualidad y al género “como modalidades del mismo proceso social subyacente” (Rubin, 1989: 183), mientras que, escribe, “En contraste con las opiniones que expresé en “The Traffic in Women”, afirmo ahora que es absolutamente esencial analizar separadamente género y sexualidad si se desean reflejar con mayor fidelidad sus existencias sociales distintas” (Rubin, 1989: 184).
La categoría de género dejó de ser preocupación central del feminismo de Rubin así como la heterosexualidad abandonó la necesidad de ser siempre, en sí misma, inequívocamente, la causa explicativa de la opresión. En la filósofa feminista Judith Butler, que se enriquece con los textos de
Beauvoir, Wittig, Rubin, el género será problemática central de su pensamiento y junto al género las sexualidades. Género normativo y práctica sexual prescriptiva se mueven en la misma dirección, entrecruzándose, entrelazando su fuerza coercitiva. Por esta razón la rebelión contra la jerarquía de géneros es rebelión contra la heterosexualidad obligatoria. Su discurso al problematizar el género problematiza las sexualidades. Lo que significa que no debemos nunca dejar de reflexionar crítica y autocríticamente sobre el carácter problemático del género y de las sexualidades. Nuestras vidas se anudan en ejes de géneros y sexualidades, ejes que pueden y deben ser flexibilizados, modificados, quebrados en su rigidez, constancia y coherencia, mas son, para Butler, dimensiones vitales sin las cuales no es reconocible la vida, al menos por el momento. Ni su proyecto anuncia un más allá del género ni una práctica sexual plenamente liberada del poder. Vivimos en un entramado cultural que por ser el que nos da la vida no puede ser aniquilado en sentido absoluto si es que no queremos caminar hacia la nada, hacia la no existencia, la muerte.
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En su obra de 1990, El género en disputa (Butler, 2001), y en relación con el tema que nos ocupa, Butler afirma que la relación homosexual no está al margen de las convenciones heterosexuales. Sin embargo, no puede afirmarse por ello que la identidad homosexual proceda de una original identidad heterosexual ni que asuma supuestos heterosexistas. Justamente el que se puedan reproducir en el marco homosexual dinámicas heterosexuales pone en evidencia que la idea de la heterosexualidad como relación sexual original no es más que una construcción sociocultural que es susceptible de ser desplazada y modificada por la sexualidad homosexual en su acción de repetición de las convenciones heterosexuales. Butler está así considerando que la repetición, la repetición en este caso del modelo heterosexual por parte de la relación homosexual, es un sitio posible de cuestionamiento de la naturalización de la heterosexualidad y al mismo tiempo un sitio posible de subversión de las normas de género.
Enfrentar críticamente la tesis de que la heterosexualidad es el original y que la homosexualidad es la copia con el fin de disputar el concepto mismo de “original”, es un camino de movilización de las categorías de género. Parodiar lo original no es copiar cómicamente lo original sino mostrar que no hay original, que lo que llamamos original no es sino una copia de una copia. El régimen de heterosexualidad obligatoria utiliza la repetición para naturalizar su lógica, pero la repetición no se detiene en este punto, no siempre trabaja al servicio de la consolidación de las identidades.
Ciertas repeticiones son subversivas al revelar que no hay identidad de género, ni sexual, original. El propio pensamiento de Butler, entonces, al incidir en este punto, al ofrecer argumentos en contra de la ontología del género, del supuesto de que hay un ser del género, auténtico, verdadero, es una vía de subversión de la identidad de género y de la identidad sexual.
En su texto de 1991 “Imitación e insubordinación de género” (Butler, 2000), Butler se autorreconoce bajo la categoría de “lesbiana” pero con la intención de contestar la rigidez y la estabilidad, de efectos opresivos y excluyentes, de una categoría de identidad que no es suficiente para definir lo que ella es. El lesbianismo es aquí descrito dentro del marco heterosexual como medio para acentuar que la heterosexualidad no posee un carácter previo y anterior a otros ejercicios de la relación sexual. Butler trabaja críticamente sobre la idea de que el lesbianismo es imitación copia de la heterosexualidad original. Aquí, como en El género en disputa, lo que demuestra es que la noción de heterosexualidad originaria es ilusoria, dicho de otro modo, que la heterosexualidad se constituye performativamente mediante un conjunto de imitaciones que se atribuyen el valor de ser fundamento originario de cualquier imitación posible.
Su estrategia es la de confundir el orden causal de la relación entre original –heterosexualidad– y copia –lesbianismo–. Butler sospecha de la noción de origen en tanto que esa noción necesita de unas derivaciones posteriores que confirmen retrospectivamente su posición de origen. El sentido del término origen es establecer una diferencia jerarquizada con respecto a otros elementos que se postulan como dependientes suyos. De ahí que, según Butler, la idea de la homosexualidad como copia sea requerida, como su justificación, por la idea de la heterosexualidad como origen.
La heterosexualidad como origen, en tal caso, presupone la noción de homosexualidad como copia. En el juego de inversiones que Butler analiza muy productivamente, la homosexualidad, la copia en principio, ha modificado su lugar habitual; se ha movido hacia el lugar del origen, y la heterosexualidad se ha convertido en la copia.
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Obviamente, la pretensión de Butler es hacer inoperante el valor de la distinción entre original, heterosexualidad, y copia, homosexualidad (Butler, 2000: 99). La consecuencia de lo dicho es que la dinámica de la imitación, en cuyo medio se organiza el género y la sexualidad, pone ante la vista que antes que imitarse un original se efectúa un desmantelamiento de la relación entre original y copia. Decir que la homosexualidad se ve afectada por la heterosexualidad no implica que sea una identidad meramente derivada y determinada por la identidad heterosexual sino que supone alterar el orden entre el origen y lo que se deriva de él, evidenciando que el origen depende de sus productos derivados. Aquello que nombramos como origen no lo es en sentido absoluto. El origen se construye performativamente como tal origen.
En definitiva, en la elaboración de Butler heterosexualidad y homosexualidad participan la una de la otra; ninguna de ellas es originaria o más auténtica, porque son organizadas culturalmente y en relación. Pero es evidente que no ocupan el mismo lugar social ni detentan el mismo poder de imposición. En este sentido, es acertado decir que el lesbianismo, o las sexualidades disidentes, incluso siendo productos del poder son más claramente instrumentos de subversión, de contrapoder. Lo que hay que enfrentar con fuerza, en síntesis, es la idea de que las identidades, sexuales y de género, son ontológicas, rígidas, estables y coherentes de una vez y para siempre porque son estas asunciones las que generando violencia se convierten en instrumentos de muerte, que ahogan las diferencias. Aquí, en el cierre de las categorías, en su organización binaria y excluyente, radica la mayor energía constrictiva de las vidas, múltiples, móviles, de las personas. El reto del pensar de Butler es modificar el modo de concebir las identidades, de género, de sexualidades; concebirlas como lugares temporales, dinámicos, que se interrelacionan unos con otros. Nuevas comunidades de afecto, sexuales y de otro tipo, abiertas al dinamismo, a la pluralidad que excede la norma identitaria y binaria -la organización en pares, parejas de dos-, indican un futuro prometedor si no exento por completo de actos de exclusión al menos sí más capaz de la necesaria tarea de autocrítica permanente de nuestros ejercicios de opresión. Ser lesbiana, o practicar una sexualidad disidente, es un cierto índice, en efecto, de subversión contra la norma más cruel de la heterosexualidad heterosexista, mas no debe ser motivo en ningún caso para evadir el crucial objetivo del análisis autocrítico de las huellas en cada individuo del rostro negativo del poder.
Nos advierte Butler: la identidad coherente se sustenta en una serie de exclusiones, de actos de crueldad; crueldad también contra una misma, contra uno mismo, ya que nos prescribe mutilar facetas que anidan en nuestra constitución múltiple, en la de todos los sujetos. Y esto ocurre en la producción de la heterosexualidad coherente pero también en la de la homosexualidad coherente (Butler, 2002: 173). Reivindicar la supresión o superación de la identidad, tampoco es el propósito del texto de Butler. Este sería asimismo un acto de violencia, de autoviolencia, ya que supone exigir al sujeto la renuncia a aquello, la identidad, que le otorga viabilidad cultural. Sin embargo sí es la intención de su análisis contrarrestar mediante la aceptación del entrecruzamiento de variadas identificaciones esa concepción estrecha según la cual solo se puede lograr la identidad repudiando taxativamente a las otras identidades.
Bibliografía citada
BEAUVOIR, Simone de (1987): El segundo sexo. Buenos Aires: Ediciones Siglo Veinte. 2 volúmenes.
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BUTLER, Judith (2000): “Imitación e insubordinación de género”, Revista de Occidente, n.º 235, pp. 85-109.
BUTLER, Judith (2001): El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. México: Paidós-Universidad Nacional Autónoma de México-PUEG.
BUTLER, Judith (2002): Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Paidós.
GUILLAUMIN, Colette (1977): “Race et nature: système des marques, idée de groupe naturel et rapports sociaux”, Pluriel, n.º 11, pp. 39-55.
RUBIN, Gayle (1989): “Reflexionado sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad”. En: Carole S. Vance (comp.): Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina. Madrid: Editorial Revolución, pp. 113-190.
RUBIN, Gayle (2000): “El tráfico de mujeres: notas sobre la “economía política” del sexo”. En Marta Lamas (comp.): El género. La construcción cultural de la diferencia sexual. México: Universidad Nacional Autónoma de México-PUEG, pp. 35-96.
WITTIG, Monique (2006a): “El pensamiento heterosexual”. En: Monique Wittig: El pensamiento heterosexual y otros ensayos. Madrid: Editorial Egales, pp. 45-57.
WITTIG, Monique (2006b): “No se nace mujer”. En Monique Wittig: El pensamiento heterosexual y otros ensayos. Madrid: Editorial Egales, pp. 31-43.