Paco Vidarte. “El banquete uniqueersitario: Disquisiciones sobre el s(ab)er queer”

* Publicado en David Córdoba, Javier Sáez y Paco Vidarte (eds.). Teoría Queer. Políticas bolleras, maricas, trans, mestizas, Barcelona, Egales, 2005.

De ahí, la manera cautelosa, renqueante, de este texto: a cada momento, toma perspectiva, establece sus medidas de una parte y de otra, se adelanta a tientas hacia sus límites, se da un golpe contra lo que no quiere decir, abre fosos para definir su propio camino. A cada momento denuncia la confusión posible. Declina su identidad, no sin decir previamente: no soy ni esto ni aquello […] «No, no, no estoy donde ustedes tratan de descubrirme sino aquí, de donde los miro, rien­do» […] Más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando se trata de escribir.

(Michel Foucault, La arqueología del saber)

Fuegos de artificio: otra vez haciendo de Pepito Grillo

Ni lo queer nació en la universidad, ni nunca entrará en sus aulas de forma pacífica (tal vez no entrará de ninguna otra forma: lo queer es la antítesis de la universidad, lo no universalizable, lo que el universal deja caer como des­echo, la cagada del sistema omniabarcador, su resto inasimilable, ineducable, no escolarizable, indecente, indocente e indiscente es lo queer, por decirlo de modo lapidario); ni siquiera el término «queer» es un invento académico, si bien ha sido a través de la universidad y de la generalización y proliferación del mons­truo bicéfalo de eso que se dio en llamarqueer theory como lo queer ha llegado a consolidarse y a transmitirse a otros países no anglófonos más allá de su con­texto de surgimiento en EEUU. La palabra, en su sentido eminentemente polí­tico y reivindicativo, pues la historia puramente lingüística del término es más larga, la encontramos ya abanderando las siglas del manifiesto de Queer Nation, nacido en 1990 en el seno de ACT UP en New York. Lo queer deambula por las calles desde siempre como ruedan las prostitutas en busca de cliente, como vuelan los panfletos subversivos en una mani, y no está esperando a que alguien considere esta o aquella súbita aparición un momento de especial rele­vancia histórica, el acta fundacional de lo queer, o su ingreso en la Historia con mayúsculas.
Estas cosas ocurren cuando ya se ha dado el salto a la Universidad, mejor dicho, cuando ya se ha producido el asalto de la Universidad (algunos lo dataron en verano de 1991, cuando Teresa de Lauretis habla de lo queer en la revista differences), y ésta se ha apropiado de un trozo de realidad, intentando como siempre devorarlo y neutralizarlo como conocimiento objetivable, archivable, consignable y, por lo tanto, olvidable y sometido a modas, abusos políticos, estrategias departamentales y demás lacras del esnobismo que pulu­la por los pasillos universitarios: a ver quién está más a la última, quién se ocupa de cosas más marginales, quién pilla más cacho de lo real, quién dice hacer cosas más útiles para la sociedad, quién se inventa un arma arrojadiza mejor y más efectiva, quién acapara más subvenciones y fondos, quién amplia más las fronteras de lo universal, quién consigue por fin hacer política de(sde) la filosofía.
Lo queer en la universidad –también- sirve para esto: genera ingresos, abre puertas, imparte cursos, da nombre, dietas, títulos, créditos, prestigio y satisface a enteraíllos, diletantes y conferenciantes a sueldo. Forma parte del capital a poco que se descuide uno y se olvide de que el paso de lo queer por las aulas es sólo un fenómeno tangencial, oportunista, contingente, puede que nacido de la mejor voluntad, pero que siempre estará en contradicción con la Institución, con cualquier institución, porque no hay instituciones queer, ni cercanas a lo queer, ni muy queer ni poco queer, ni tampoco hay funcionarios queer, ni lo queer es algo con o a lo que se juega. Cuando ello ocurre, cuan­do alguien juega a ser queer, sin duda le habrá clavado ya sus colmillos la «teo­ría» que dice cómo es lo queer, definiéndolo, convirtiéndolo en una receta y elaborando sus pautas de fabricación, producción, escenificación, tiempo de cocción y repetición. Lo queer es un juego, una forma de s(ab)er, una afición, una rama de investigación, una especialidad sólo para los que pueden «dedi­carse» a ello, desde una situación socioeconómica y cultural que permite acce­der a lo queer a partir de un núcleo privilegiado, un núcleo, un centro que jus­tamente constituye lo queer como su otro absoluto, la periferia, lo excluido, a lo que jugamos nosotros, las personas serias, los que tenemos tiempo y la dis­tancia suficiente para jugar, para experimentar lúdicamente por unos instantes un sucedáneo mejor o peor de lo que los otros no tienen más remedio que ser, fuera de bromas, ahí en la calle. Sí, la calle, un sitio donde lo queer no es teoría. Y la Universidad rara vez pisa la calle, todo lo más el campus, que no es calle, mucho menos campo, y casi conserva la antigua inviolabilidad del santuario, como gritaba Quasimodo desde lo alto de Nótre Dame para que no se le cola­ra la calle dentro de la iglesia. Puede que la policía no entre en el campus, pero lo queer mucho menos.
La teoría y las instituciones se llevan mal con lo queer. Es más, casi diría que todo castellanoparlante que pronuncie esta palabra: «queer», así en inglés, o que se tropiece con ella en cualquier situación, probablemente no será nada queer, ya que para que el encuentro con este término ocurra se tiene que haber accedido ya, aunque sea mínimamente, a un contexto no marginal. El colmo de todo es cuando a estas alturas algún recién aterrizado de los EEUU pretende darnos lecciones sobre lo queer y lo poscolonial a los colonos de aquí, como quien trae chicles Trident de canela, de esos que los locales des­conocemos, o reparte espejitos a las tribus indígenas. Y quisiera también ense­ñarnos cómo se masca un chicle o cómo se ve lo queer en un espejo. Regalándonos generosamente un instrumento teórico que nos afianza como país importador de pensamiento y cultura de los países donde éstos se gene­ran. Lo queer, además de muchas otras cosas, cuando se convierte en teoría, dígase chewing gum / goma de mascar, se hace tan hegemónico y colonial como cualquier otra forma de pensamiento, creando sus castas, jerarquías, especialistas, popes, conflictos de coronas, disputas intelectual-afectivas, yo estaba primero, yo mucho antes que tú, ése es un recién llegado, sabrás tú de nada, aquélla no es nuestra amiga, he roto contigo, círculos esotéricos, bandas de iniciados, peña emocionada, sonrisas autosatisfechas, hordas de prosélitos y no pocas dosis de buena conciencia, espíritu salvífico y evangelizador.
Todo esto son riesgos en los que se puede caer más o menos, porque caer­se en ellos siempre se cae, y conviene reconocerlos y señalarlos uno mismo antes de que cualquier gilipollas vaya de conservador listo y nos haga la «auto­crítica» a lo Pepito Grillo por ser nosotros igual de bobos y estar transidos de las mismas pasiones que el resto de los mortales. Vaya una cosa. Como si ser queer significara ser puro y limpio: eso siempre lo fue la Inmaculada Concepción y es cosa que nos creemos muy pocos. Que nadie se asuste de que entre la gente (que se dedica a lo) queer haya mucho cabrón y mucha malnacida, mucho inútil y mucha tonta perdida, mucho desubicado y mucha para­noica. Todos bienaventurados. Lo queer no es una élite ni de las más listas, ni de las más simpáticas, ni de las más enrolladas. Ni tampoco lo contrario. Parias entre los parias, en el principio era el lumpen y el lumpen se hizo teoría. Y habitó entre nosotros. Esto debe sonarnos. Sea. Por pronunciarme de este modo en público y lanzar una especie de «¡A la mieeeerdaaa!» generalizado en el más puro estilo de cabreo fernandofernangómez, alguna que otra vez casi me echa a los leones un auditorio perplejo porque alguien intentara romper­les su queer-juguete en un colérico arrebato de ira santa expulsando a los mer­caderes del templo. Desde dentro, supuestamente. Uno de los suyos rompía la baraja e ironizaba con sus mejores sentimientos, sus convicciones y su más arraigada vocación política y de lucha. Algunos pensamos que, en parte, esto se debe a cierta confusión que se da en movimientos en fase naciente entre la teoría y la actitud vital y los afectos de cada uno de sus integrantes. En la teo­ría queer, me decía una amiga, aún no sabemos los de aquí distinguir una crí­tica a nivel teórico de la ofensa personal. Es como escandalizarse de que Rousseau dejara a todos sus hijos en el hospicio conforme los iba teniendo sin nunca más saber de ellos y luego escribiera el Emilio. O fruncir el ceño por enterarse de que Locke escribía su Carta sobre la tolerancia mientras saneaba su economía doméstica con los pingües beneficios que le reportaba tener accio­nes en el comercio de esclavos. Esto de tener que predicar con el ejemplo es fatal para la teoría queer, aunque no tenga nada que ver con las analogías pro­puestas, porque ser queer no necesariamente implica ser un puto desalmado. La insólita exigencia de autenticidad (¡menudo valor más poco queer!) que se detecta a veces entre nosotros con acusaciones explícitas de cinismo o fraude lleva a demasiada gente a la destrucción personal, a caballo entre el deja todo, coge tu cruz y sígueme y el iluminado chispazo de un cruce de cables burgués sucedáneo posmoderno de la antigua revelación:si eres queer por decisión propia, asumes una cierta condición desgraciada, no recurres a la ley ni a ningún tipo de autoridad, colectivizas el trabajo personal, renuncias al nombre propio, a tener un empleo, tiendes a sobrevivir miserablemente, a hacer cosas raras, a vivir en una cierta indefensión, te aficionas a la provocación, a ocupar volun­tariamente esferas de marginalidad, a vestir extrañamente, a coquetear con actitudes pelín autodestructivas a veces, a caer en fantasías de descasamiento, a mostrarte indulgente con sinvergüenzas y canallas sólo porque también ellos/ellas son queer y a asumir un páthos que algunos calificarían sin dudarlo de egodistónico. Yo disuado a todo el mundo de tomar este camino de bautismo queer por inmersión.
La universidad está vacunada contra estas cosas, tal vez desde la inyección del 68. El hiato que se da en lo queer, entre la teoría y lo real, entre quien es y quien habla de, no tiene por qué ser solventado, ni siquiera cuestionado, y la uniqueersidad ya es un sofisticado invento imparable. Lo que hay que conseguir, si nos dedicamos a la teoría y nos olvidarnos de una puta vez de querer ser queer con la boca pequeña, es de los argumentos ad hominem, y de que cada cuestionamiento de alguna estupidez a nivel exclusivamente teórico se torne en una refutación del propio modo de vida por la vinculación que aún se esta­blece entre lo que se (dice que se) piensa y lo que se es. Esto ha llevado a la ruina personal a demasiada gente cercana. Ser lo que uno piensa y va prego­nando por ahí es un lujo para genios, para gente elegida o para peña, en cual­quier caso, muy desgraciada. Al resto nos conduce al colapso. Quedémonos, pues en la teoría acerca de la virtud queer como cosa enseñable en la univer­sidad o en algún que otro taller o foro determinado, asomándonos a la calle por las rejas del campus que impiden que los queers salten adentro y no nos dejen dar nuestra clase de teoría queer. ¿Para ser marxista hay que ser prole­tario? Seguimos en el mismo callejón que hace cincuenta años. Y esto lo escri­be un burgués autobiográficamente y sin ánimo ejemplarizante. Por supuesto. No se me despisten. Lo que no pasa de ser algo tan académico como una captatio benevolentiae para proceder a continuación a ir en contra de todas las pre­cauciones anunciadas y saltarme todas las restricciones metódicas del comien­zo. Sea también. Yo no quiero, ni tal vez pueda, hacer otra cosa que discurso universitario, pero al menos que tenga una calidad mínima, que sea más o menos incendiario y lo menos ingenuo posible, con su fecha de caducidad bien a la vista. Que explicite su maldad y su colaboracionismo inevitable, sus puntos de partida y sus complicidades. Su dosis de profundización en la marginación de lo ya marginado así como su paradójico y nada inútil intento de denunciar esta situación desde las mismas estructuras de poder que generan sistémicamente, en el proferirse mismo de la enunciación liberadora, la exclu­sión de lo(s) queer.
En última instancia, en el fondo, desde donde vengo y donde me encuen­tro, me acucia una preocupación eminentemente socrática, muy rancia: ¿Es enseñable la virtud política?¿Es enseñable lo queer? Sin entrar demasiado a fondo en la cuestión de si lo queer es o no una virtud y equiparable a ella. Los que aún lean a los clásicos recordarán que el meollo del asunto estribaba en si la vir­tud es o no un conocimiento, en cuyo caso, como tal conocimiento, sería sus­ceptible de enseñanza. De no ser así, de ser la virtud otra cosa que conoci­miento, no sería transmisible del modo como lo son las diferentes ciencias o técnicas: la escultura, la arquitectura, la medicina, etc. Que cada uno se interrogue y decida si lo queer es un conocimiento o una forma de vida, o las dos cosas a la vez, ya que yo no lo sé con certeza, y que reflexione y decida también hasta qué punto esta distinción entre conocimiento y estilo de vida, entre saber y ser, entre teoría y praxis, no es ya de entrada un error monumental o tal vez la condición misma de posibilidad de la teoría gueer como saber enseñable en la universidad o en cualquier otra institución de enseñanza, lejos de lo que pueda querer decir queer en un sentido práctico, como virtud en ejercicio. Del resultado de tales disquisiciones, para nada vanas, obtendremos los que algu­na vez hemos dado algún curso, alguna conferencia o escrito algo sobre teo­ría queer, el estatuto de sofistas falsarios, de hechizadores de oyentes o de maestros de virtud y educadores políticos. Yo no sé si lo queer es enseñable y aprendible como se aprende a tocar la flauta o a curar animales. Sí sé que la teoría queer es enseñable y que la gente la aprende. En el curso de «Introducción a la teoría queer» que dirigí en la UNED junto con Javier Sáez el año 2004, la universidad entregaba un diploma a los alumnos acreditando haber adquirido éstos ciertos conocimientos de teoría queer. Pero, acuciados ya por esta duda, Javier y yo resolvimos entregar además otro diploma que certificaba que el poseedor del mismo era además queer. Se certificaba así un saber y un ser, un s(ab)er queer mediante dos documentos diferentes. Esto no pasaba de ser un gesto irónico que dejaba traslucir, sin embargo, esta preocu­pación que para mí sigue tan en la estacada como la conclusión del Protágoras. En el fondo, el diplomilla casero, sin ninguna validez oficial, que rezaba si acierto a recordar: «La Universidad Nacional de Educación a Distancia por medio de este dipluma certifica que fulanito o menganita de tal es absoluta­mente queer», era más un pasaje al acto del escepticismo docente de los direc­tores del curso, al menos del mío, incapaces de resolver este atolladero teórico-práctico de otro modo, que una constatación de lo mucho o lo poco queer que fueran o hubieran llegado a ser, a nuestro juicio, los alumnos del curso, antes o después de las enseñanzas recibidas sobre teoría queer. Justamente acerca del ser y del saber, del saber que hace ser, del saber sin ser y del ser sin saber trata lo queer cuando se pone a hablar de performatividad. Si lo queer es enseñable o no y si enseñando teoría queer puede llegar a ser queer tanto quien aprende como quien enseña, me parece ser un caso más del problema de la transmisibilidad de lo que parece o quiere ser algo más que solo conoci­miento (el psicoanálisis y cierta filosofía encallan también aquí). La teoría del performativo y la citacionalidad como generadoras de identidad a través de la repetición tienen mucho que decir al respecto. Si lográramos algún esclareci­miento acerca de todos estos interrogantes tal vez los debates a propósito de lo queer fueran más enriquecedores y se lograría disipar malentendidos sobre lo que cada cual es y lo que enseña, de por qué lo enseña y qué lo capacita para ello, qué logra transmitir con su enseñanza, si es que se puede llegar a ser queer mediante algún tipo de aprendizaje repetitivo, si ser queer se reduce también a ser un caso más de citacionalidad performativa, como lo pueda ser el género, si además de drag queens y drag kings hay drag queers. Y si ello es deseable y pro­duce alguna suerte de cuestionamiento a lo queer, a los queers y a la teoría queer. Me asaltan tantas dudas y dispongo de tan pocas respuestas y menos aún de instrumentos para llegar a ningún lugar apacible donde se aplaquen mis inquietudes, que quizás debería asistir a algún curso de teoría queer, a algún taller o leer más sobre el tema antes de escribir esto o de seguir hablan­do de un asunto que me mantiene en la más absoluta perplejidad, mientras percibo que no a todo el mundo empeñado en lo queer le mortifica esta comezón mía.

Teoría queer y filosofía: un enfoque académico

Lo queer, decíamos, es objeto de una apropiación y traducción desde la realidad cotidiana al ámbito universitario. Esta esquicia, que a veces sepa­ra en la misma ciudad unas realidades de otras tan sólo unos pocos metros –Universidad / calle, Berkeley-Princeton-Duke-UNED / Harlem-La frontera-Borderlands-Parque del Oeste, intelectuales / Iumpen, teoría / (super)vivencia- siempre afectará ya a lo queer. En esta medida, siguiendo pautas de acercamiento a algo que le resulta del todo extraño y por completo ajeno, la academia a intentar dar cuenta teóricamente, a partir de los discursos y el pensamiento de que dispone, de en qué consiste el «fenómeno» queer, su singularidad y su capa­cidad de intervención política. No sólo descubrirá en la política y estrategias urbanas queer elementos que podían encontrar un aire de familia con otros que se habían desarrollado dentro del ámbito universitario y filosófico, sólo que hábilmente combinados de modo original y llevados a la práctica efectiva sin tanta alharaca conceptual, sino que ampliará a partir de entonces la teoría queer dentro de estas coordenadas intraacadémicas, proponiendo modos de intervención y conceptualización distintos a los observados, modificándolos, mejorándolos y recreándolos, esta vez ya «exclusivamente» desde dentro del laboratorio de despachos y aulas. Otra cosa es que la teoría queer pretenda, a veces lo hace erradamente a mi modo de ver, movilizar a los sujetos queer «desde arriba», desde las ideas, en un arrebato de autobombo libertario muy propio de los intelectuales académicos que han hecho de ella y de la insurrec­ción planificada de terceros su profesión (de fe), queriendo convertirla en una ideología emancipadora agitadora de masas supuestamente iletradas y preca­rias ideológicamente, desorientadas en su rebelión, olvidando que lo queer nació de la calle, de la comunidad queer real, que ya se estaba revolucionando sola intuitivamente sin necesidad de un especial aparataje especulativo, ni de que nadie viniera a contarles nada, a enseñarles la revolucióncomme il faut, ni les propusiera como urgente deber político hacer talleres de drag kings pasados por la academia.
En los 90, la matriz filosófica donde ya a insertarse lo queer y desde la que cobrará impulso será, simplificando mucho, lo que se ha venido a llamar el postestructuralismo francés de Deleuze y Derrida. (Esto es lo que se suele decir siempre desde la filosofía, que no considera al feminismo como algo filosófico, secuestrando a la teoría queer de su verdadera matriz teórica que es el pensamiento feminista; quede así constancia de que lo que haré a continua­ción puede ser visto como la crónica, la consagración o la denuncia de un secuestro del que a lo mejor soy cómplice porque mi filiación está claramen­te del lado de los secuestradores -todos filósofos varones, por cierto-, de la historia de la filosofía, ya que ni un ejercicio de cinismo exacerbado podría inscribir mi discurso en la estela del feminismo; al menos mi ignorancia no llega tan lejos como para decir sin más que «la matriz filosófica donde va a insertarse lo queer […] será, simplificando mucho, lo que se ha venido a llamar el postestructuralismo francés de Deleuze y Derrida», sin añadir este parénte­sis vergonzante). Habrá también tintes posmodernos de Lyotard y persistencias del psicoanálisis de la mano de Lacan, todo ello sobre el trasfondo de un Foucault [1] omnipresente, con algunas gotas de Negrismo: esto es lo que dicen se respiraba en determinados departamentos de algunos campus norteameri­canos. Si lo queer se considera en origen un fenómeno estadounidense, ha de hacerse siempre la salvedad de que su matriz filosófica y académica es genuinamente continental, europea, puramente francesa. De modo que cuando se hable de la retraducción problemática de lo queer a espacios geopolíticos distintos del estadounidense ha de tenerse en cuenta que lo queer en buena medida es fruto a su vez de la retraducción del postestructuralismo al contex­to norteamericano y que la filosofía francesa, en un fenómeno de reflujo y amplificación cual cante de ida y vuelta, regresa a Europa ya queerizada. Lo mismo que la deconstrucción de Derrida no volverá igual que se fue. Ni él tampoco. De todos modos, debo hacer otra salvedad más para no llevar a con­fusión. Nunca se insistirá lo bastante en lo engañoso que puede llegar a ser un artículo que pretenda rastrear y elucidar la matriz filosófica de la teoría queer, pues de nuevo reproduce el gesto ancestral del pensamiento de reconducirlo todo a sí mismo, devorando sus propios bordes, arrasando con los márgenes para que hasta los desechos de la combustión intelectual se reciclen y vuelvan a servir de carburante del pensar occidental. Lo queer ni es un invento de la filosofía, ni siquiera del feminismo, ni mucho menos de cuatro autoras más o menos conocidas; la cuestión de la autoría y la genealogía poco tiene que ver con lo queer: plantear las cosas de este modo es repetir el esquema tradicional de jerarquías y la forma en que se hace constantemente la historia, del lado de los vencedores, en la que lo queer siempre queda fuera, en el anonimato ahistórico de lo irracional, en la energética masa amorfa y descabezada que corre suelta por las calles. Como un pollo decapitado. Y entonces llegó la uni­versidad y puso nombres, definió conceptos, trazó objetivos, determinó fines, medios y prioridades haciendo de los exabruptos de cuatro drags negras exal­tadas y gritonas, y de las acciones callejeras de un puñado de bollos y marico­nes con VIH, una política coherente y un cuerpo doctrinal sistemático. Y empezó a cobrar matrícula para enseñarlo y transmitirlo al alumnado blanco, creando especialistas con una sólida formación académica que dispersaron la teoría queer por el resto del mundo civilizado entre la gente de bien, lejos de los lugares y la muchedumbre de donde surgió. Sin embargo, y debiendo caer en la cuenta de que ninguna lesbiana chicana va a enseñarnos teoría queer, ni ninguna gitana transexual, ni tampoco una drag de Harlem, sino que lo más probable es que en nuestro país lo queer esté siendo explicado y transmitido, salvo insignes excepciones, por profesores burgueses varones blancos (añáda­se, quítese o modifíquese alguno de estos adjetivos para no restringir tanto el plantel de especialistas, valga yo como ejemplo), que lo más queer que hemos hecho es ser maricones a tiempo completo; habida cuenta de esta reapropia­ción de lo queer por las maricas universitarias, del significativo borramiento en lo queer una vez más de lo transexual y de lo lesbiano, cuando no de su ascendiente feminista, vamos a dejar de lamentarnos y llorar por la leche derramada para alabar y ensalzar la poca que aún nos quede sin verter en la jarrita. Porque, sin lugar a dudas, a juicio de algunos entre los que me cuento, la teoría queer ha supuesto en el campo de la filosofía y del feminismo uno de los revulsivos que más han afectado a las zonas oscuras e intocables del pensamiento y que por fin se ponían sobre la mesa con una competencia y una altura conceptual inusitada, suficientes para que la academia no pudiera ya hacer la vista gorda durante más tiempo sobre las cuestiones de género, raza y sexo en el ámbito de la razón no sólo patriarcal, como denunció en su día el feminismo, sino heterocentrada.

1. Los malos pensamientos: panfleto contra el estructuralismo y el psicoanálisis

Al leer muchos de los textos de las teóricas queer vemos constantes diatribas contra lo que podemos considerar las bestias negras de una gran parte de la tradición del pensamiento feminista, enemigos que, naturalmente, estas pen­sadoras van a heredar: el estructuralismo de Lévi-Strauss en su vertiente antropológica y el psicoanálisis, que se dio en llamar estructural, de Lacan estarán constantemente en el punto de mira de la teoría queer, al representar estos dos discursos lo más florido de la tradición falocéntrica y patriarcal del pensamiento occidental, revestido de nuevos ropajes de cientificidad, lingüisticidad, investigaciones de campo y todas las modernidades imaginables, unido además todo ello a proclamas en algunos casos provocadoras y en fran­ca confrontación con el feminismo del jaez del «la mujer no existe» lacaniano, en otros casos conciliadoras y queriendo dar a entender que todos y todas estaban en el mismo barco. Puede ser. Sólo que habría que ver quién estaba al timón y quién en la cocina del temido navío o fregando la cubierta. A lo más, la única bella mujer de larga cabellera dorada y pechos descubiertos de este bajel de filósofos piratas heteros sería de madera e iría clavada en la proa. Desde luego, más propio de piratas que de un historiador de la filosofía res­ponsable será la escabechina que haré, so capa de resumen divulgativo en un par de páginas aptas para todos los públicos, con los últimos cincuenta años del más granado pensamiento francés.
A veces no nos damos cuenta del grado en que nuestro lenguaje más cotidiano está impregnado de lo que fuera el sesudo núcleo de pensamien­to filosófico de esta o aquella corriente, que por lo demás nos puede resul­tar completamente ajena a nuestros intereses y absolutamente desconocida. Basta un mínimo análisis para descubrir en nuestro discurso reminiscencias platónico-aristotélico-tomistas, kantianas, marxistas, existencialistas, psicoanalíticas, positivistas que han pasado al acervo cultural común y que manejamos como si tal cosa, a nivel de usuario, como el mando a distancia, el móvil o el ordenador, sin tener la más remota idea de física, electrónica, matemáticas, informática, ingeniería o, en este caso, filosofía. Algunas consignas estructuralistas forman parte de esta constelación de cosas que usamos corrientemen­te sin saber de dónde vienen ni cómo funcionan. A nadie le extraña oír hablar de un análisis estructural, de un tratamiento o de un enfoque estructural de un problema determinado. A los políticos esto les gusta mucho: la droga, los accidentes de tráfico, la pobreza, los malos tratos, el terrorismo son cuestio­nes necesitadas de un abordaje estructural, esto es, que precisan ser solucio­nadas atendiendo al conjunto de sus implicaciones y concomitancias en todos los sectores de la sociedad y a todos los niveles, económico, de clase, educati­vo, legislativo, informativo, policial, etc. Esto, que a pocos extraña, es heren­cia directa y muy nueva del estructuralismo, de la imbricación de saber, poder y verdad en un mismo régimen disciplinario de discurso. Algo tan sencillo y tan de sentido común como darse cuenta de que todo está conectado entre sí y que el hilo causal no es lineal, sino reticular y que estamos insertos en medio de las estructuras con una muy relativa capacidad de intervención individual es la intuición clave que esta corriente nos ha dejado en herencia. Las conse­cuencias políticas de esto son evidentes: no hay nada mas desastroso que habitar las estructuras de modo inconsciente, ingenuo, sin apercibirnos de que están ahí, de que son previas a nosotros y de que a golpe de voluntarismo no vamos a liberarnos de su influjo, ya que en ellas hemos crecido, nos han con­formado y han generado nuestro espacios de libertad y de exclusión.
La matriz que dio lugar a esta forma de ver la realidad fue la adopción por parte de la filosofía del análisis del lenguaje que había determinado que éste era una estructura conformada por las relaciones que mantenían entre sí las unidades lingüísticas fonemáticas y morfemáticas. Dichas relaciones se deriva­ban únicamente de la posición que cada uno de los elementos ocupaba en el sistema lingüístico. El sentido se generaba así topológicamente, espacialmente, diferencialmente, por el mero hecho de ocupar posiciones distintas en una misma estructura, de poseer un rasgo distintivo y no otro: el fonema «p» es tal por ser «no-b», «no-m», etc. De esta forma, ningún elemento resultaba independiente ni se podía considerar de modo aislado, sino que su ser mismo esta­ba constituido relacionalmente, era una pura red de relaciones arbitrarias con los demás elementos del sistema, relaciones que, por otra parte, estaban some­tidas a leyes inconscientes universales, intemporales, constantes en el espacio y en el tiempo, no captables a simple vista, que podían ser descubiertas y enunciadas lógica y científicamente: «Si, como creemos nosotros, la actividad inconsciente del espíritu consiste en imponer formas a un contenido, y si estas formas son fundamentalmente las mismas para todos los espíritus, antiguos y modernos, primitivos y civilizados -como lo muestra de manera tan brillan­te el estudio de la función simbólica, tal como ésta se expresa en el lenguaje-, es necesario y suficiente alcanzar la estructura inconsciente que subyace en cada institución o cada costumbre para obtener un principio de interpretación válida para otras instituciones y otras costumbres, a condición, naturalmente, de llevar lo bastante adelante el análisis» [2]. Esto tenía, por supuesto, conse­cuencias beneficiosas política y socialmente, ya que permitía elaborar estrate­gias más eficaces para la resolución de los problemas, conflictos y situaciones de opresión «estructural»; desideologizaba, desmitologizaba y dejaba a un lado consideraciones de tipo moral, metafísico u oscurantista al reducirlo todo a relaciones sistémicas estudiables desde una ciencia estricta; ponía en su lugar adecuado al sujeto cartesiano ilustrado, héroe de la emancipación y del conocimiento, que todo lo conseguía a golpe de buena voluntad, tesón e ingenio, inscribiéndolo en un marco significante que diluía su pre­sunta identidad inalienable así como su potencial autoemancipador; a par­tir de entonces, las cosas iban a tener que hacerse de otro modo, el mito liberal del individuo que se forja a sí mismo con independencia del contex­to en que se encuentre ya resultaba increíble. Las políticas identitarias queer arrancan de lejos desde esta crítica estructural del sujeto igual a sí mismo, dotándose de este modo de una base firme para proponer lo que conoce­mos como identificaciones contextuales estratégicas, las desidentificacio­nes que señala De Lauretis, identificaciones negativas, producción de nuevas identidades, etc.
Pero lo que libera también es susceptible de volver a encadenar. El «descu­brimiento» de las estructuras simbólicas inconscientes que mandan en última instancia sobre lo real y lo imaginario, sobre fantasías y creencias, sobre lo que parece imponerse de suyo sin necesitar de otra explicación, iba a mostrar con celeridad su cariz más represivo. Monique Wittig, en su artículo «El pensamiento heterocentrado» [3] arremeterá contra los peligros del estructuralismo y sus nefastas consecuencias, en especial para lesbianas y gays. En primer lugar, este enfoque convierte a los sujetos y a las estructuras en entidades invaria­bles, asépticamente instaladas en un más allá de la historia, de las relaciones de clase, dando una visión engañosa y tal vez inmovilista de lo que se quiere hacer pasar por un statu quo no rnodificable. El fijismo de lo estructural, refu­giado encima en lo simbólico, en la idealidad de una entidad suprarreal y ultrarracional, impide una emancipación, digámoslo así, desde abajo, desde la masa social oprimida. Dicho estado de cosas estructural, al ser además inconscien­te y necesitar de una elucidación y de un diseño de intervención posterior hecho por quienes son capaces de ver lo que otros no ven, por una casta de especialistas, roba el potencial emancipatorio a quienes más les interesa libe­rarse, pudiendo únicamente venir la libertad desde arriba, otorgada, regalada por la ciencia estructural. El propio discurso estructuralista acaba añadiéndo­se a la estructura represiva como superestructura ideológica intangible en manos de gurús supuestamente bienintencionados. Sólo que la tendencia al universalismo, a la intemporalidad y a la ubicuidad de las estructuras convier­ten el pensamiento heterocentrado (en el que se incluye el estructuralismo) en algo inexpugnable, fuera del nivel de la lucha consciente e histórica. Por últi­mo, debido a su proveniencia lingüística, introduce categorías y conceptualizaciones basadas exclusivamente en relaciones de oposición, en binarismos, en pares de contrarios excluyentes, verbigracia: homo/hetero, hombre/mujer, naturaleza/cultura, genético/adquirido, manejando una noción de diferencia ontológica estática y normativizadora, lo cual resulta desastroso y devastador en el terreno de las cuestiones de género.
La condena que desde la teoría queer se va a hacer del psicoanálisis será aún más tajante. Es éste un tema que de por sí merece tratamiento aparte y como, afortunadamente, ya ha sido estudiado con exhaustividad en un escri­to reciente que soslaya con inteligencia los tópicos, la pereza, los prejuicios y malentendidos que contaminan esta cuestión [4], no me extenderé en demasía al respecto. Hablando mal y pronto, el psicoanálisis lacaniano (que es el que está en boga en la época al ser el único heredero digno de la tradición psicoanalítica que no ha perdido el rumbo ni el rigor intelectual y con el que van a dis­cutir las teóricas queer) unirá a sus propias deficiencias atingentes a los pro­blemas de género, a su enfoque falocéntrico y a la primacía de un punto de vista decididamente viril en todo su desarrollo, todos los males señalados del estructuralismo, ya que Lacan importará también para el paradigma psicoanalítico el enfoque lingüístico: «Si lo que Freud descubrió y redescubre de mane­ra cada vez más abierta tiene un sentido, es que el desplazamiento del signifi­cante determina a los sujetos en sus actos, en su destino, en sus rechazos, en sus cegueras, en sus éxitos y en su suerte, a despecho de sus dotes innatas y de su logro social, sin consideración del carácter o el sexo, y que de buena o mala gana seguirá al tren del significante» [5]. Será difícil que el psicoanalista, dado su lugar simbólico tan peculiar en la cura, pueda quitarse el secular bal­dón que los practicantes de esta disciplina, heredera de un pasado de prácti­cas terroríficas, parecen tener asignado por derecho: el psicoanalista nunca dejará de aparecer a los ojos de la teoría queer como el varón blanco heterosexual curioso para con nuestras cosas y animado de cierto furor sanandi y normalizador, camuflado de aséptico interés científico. Esto, evidentemente, desde un punto de vista psicoanalítico que hiciera justicia con sus plantea­mientos no es así, pero ya he comentado que a veces cierta pereza lectora y cierto dejarse llevar por el estereotipo y una historia sin lugar a dudas sinies­tra han enturbiado un debate serio con el psicoanálisis.
No será Lacan desde luego quien quiera hacerse simpático a las feministas ni a los movimientos queer y su discurso siempre resultará provocador, cuan­do no ofensivo y vergonzante: era el tipo, según todas las fuentes, un intrata­ble mal bicho, un hombre de carácter despreciable, un tipo autosatisfecho con una imagen deleznable que él mismo fomentaba y nadie está en la obligación de salvar de la quema a gente de semejante calaña, ni siquiera leer lo que dicen. Aun así, pese a que no sea fácil, desde el psicoanálisis lacaniano se desembo­ca en planteamientos muy cercanos a la teoría queer: yo siempre que leo eso de que «la mujer no existe» me acuerdo de Monique Wittig diciendo que «las lesbianas no son mujeres», no son lo mismo ambas proferencias, el cambio en el sujeto del enunciado es aquí crucial, como resulta evidente; el lacanismo logra desnaturalizar y desmitificar por completo las múltiples y fantásticas etiologías acerca de la homosexualidad que propusiera Freud con la reconduc­ción de la sexualidad al orden simbólico; al establecer la perversión, odioso nombre pero sin matices peyorativos en Lacan, como estructura autónoma en pie de igualdad con la normalizada neurosis y las psicosis, se terminaba con las especulaciones genealógicas, las detenciones, trastornos o fijaciones en el desarrollo normal evolutivo de la cría humana y el perverso homosexual ocu­paba un lugar idéntico en jerarquía al resto de estructuras psíquicas; ello sin con­tar con que dentro de la tradición psicoanalítica ya se consideraba la perversión algo generalizado que impregnaba y contaminaba el resto de estructuras (el beso, la caricia, cualquier práctica sexual que demorara o no estuviera destinada a la reproducción eran desde siempre por definición actos perversos), así como la cierta ventaja que suponía el hecho de la perversidad por ser un comporta­miento que se las bandeaba muy bien con el sufrimiento psíquico y resultaba ser una estrategia vital bastante bien adaptada en términos generales y en comparación con las demás, de tal forma que rara vez los homosexuales demandaban consulta por el hecho de serlo. Si creemos a Elisabeth Roudinesco acerca de su nula homofobia, a Lacan la consulta pronto se le llenó de maricones [6]. Sea como fuere, desde la teoría queer el rechazo del psi­coanálisis fue y sigue siendo visceral aunque bien es verdad que autoras como Teresa de Lauretis o Judith Butler encuentran en Freud y en Lacan interlocutores válidos para su discurso y el psicoanálisis es una constante referencia en sus escritos. A nadie se le debe escapar que esta disciplina fue pionera en romper con la naturalización del sexo, con su desesencializa­ción, sentando las bases para el desmoronamiento de las jerarquías binarias hombre/mujer, homosexual/heterosexual, la ampliación del ámbito de la sexualidad a todos los espacios de la vida humana y a todas las edades, la porosidad de las prácticas, orientaciones e inclinaciones que dejaban de ser compartimentos estancos, identidades fijas e inamovibles, etc. Evidentemente todo esto sucedía a nivel teórico, y si algo hay en el psicoanálisis de rescatable y si es posible un diálogo con él deberá realizarse en el contexto de la lectura y la escritura. Sus practicantes están echados a perder para nuestra causa desde hace tiempo: su formación teórica y clínica no garantiza que acaben siendo gente excepcionalmente lista, ni especialmente perspicaz, ni demasiado culta, ni más a salvo que el resto de intereses terrenales y mezquinos, ni supone un blindaje privilegiado contra la religión o la moral establecidas (ninguna forma­ción consigue esto, por otra parte). Tal vez sí garantice una cierta soberbia y una aurea mediocritas extremadamente peligrosa al creerse el iniciado en pose­sión de un espléndido saber esotérico sobre lo humano. El psicoanálisis es una buena profesión para la gente corriente, poco o medianamente dotada, enemiga de la excelencia, con ciertas pretensiones incalificables, demasiadas ínfulas, espíritu normalizador, alguna inclinación al poder y una pizca de dile­tantismo. En otro orden de cosas, la pedagogía como profesión ocupa idénti­co lugar, requiere semejantes virtudes y ofrece una tabla de salvación social e intelectual a corto plazo con un mínimo esfuerzo para un mismo público a cambio de ocupar cotas de poder en la esfera educativa que cada vez invade con mayor desparpajo: de ahí la proliferación de este tipo de estudios en nues­tro país. El cóctel es mortífero a poco que el individuo se lo acabe creyendo y no es necesario decir que si algo no es esta gente, ni psicoanalistas ni peda­gogos, es escéptica respecto de su propio saber. Como en todo lugar hay maravillosas excepciones. Yo sigo haciendo amigos. Políticamente, la institu­ción psicoanalítica, en todos sus colores y orientaciones, ha sido de lo más perjudicial y desastroso que ha podido existir para nuestros intereses, estando los escritos teóricos a años luz tanto de las prácticas persecutorias de la API, como de la homofobia de los psicoanalistas en general, tanto en la soledad de su consulta como en la nefasta compañía de sus colegas, corrillos donde el odio hacia los bollos y maricas alcanzaba un efecto multiplicador y donde el interés por dejar bien clara su condena «moral y científica» de la homosexua­lidad parecía ser una condición indispensable para alcanzar respetabilidad social, credibilidad y no poner en riesgo sus ingresos dejando traslucir la sos­pecha de que la homosexualidad no sería un impedimento para el ejercicio del psicoanálisis.

Notas:

[1] Sobre Foucault y la teoría queer ver el artículo de Javier Sáez en este mismo libro, en cierto modo la primera parte de lo que hemos querido que fuera una aproximación a los orígenes socio-políticos y filosóficos de la teoría queer, cuya segunda parte será este escri­to mío.
[2] LÉVI-STRAUSS, C: Antropología estructural. Barcelona, Paidós, 1992, p. 68.
[3] WITTIG, M.: «La Pensée straight» (1978), en La Pensée straight. París, Balland, 2001, pp. 65-76.
[4] Cfr. SÁEZ, J.: Teoría queer y psicoanálisis. Madrid, Síntesis, 2004.
[5] LACAN, J.: Escritos, vol. I. México. Siglo XXI, 1990, p. 24.
[6] ROUDINESCO, E.: Jacques Lacan. París, Fayard, 1993, p. 297.

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