Moira Pérez
UBA/UNLZ/CONICET
La reflexión teórica acerca de las diversidades sexo-genéricas, y en particular una de sus vertientes más jóvenes, la teoría queer, han recorrido un largo camino en su tarea de detectar, denunciar y deconstruir las normalizaciones presentes en los cuerpos, las sexualidades y los géneros. En algunas ocasiones, ha llegado a ofrecer herramientas para la activación política de las disidencias sexo-genéricas y su lucha por vidas más vivibles. En este sentido, el aporte de la teoría queer, en estrecha relación con el activismo, no puede ser menospreciado.
Sin embargo, es fundamental mantener una alerta constante ante las generalizaciones de las que nos servimos (¿paradójicamente?) al pensar la diversidad. El uso de las llamadas “orientación de género” e “identidad sexual” como categorías de análisis, pueden limitar y perjudicar la comprensión de la complejidad de pertenencias identitarias en las que cada sujeto se posiciona. En particular, al pensar a las personas a partir de la diferenciación homosexual/heterosexual o trans*/cis, es frecuente el soslayamiento de otras pertenencias, y por ello la caída en una simplificación que atribuye un carácter disidente, radical o subversivo al primer término del binomio, y uno normal o normalizador al segundo. En otras palabras: en plan de señalar las normalidades y establecer alianzas con la disidencia, muchas veces corremos el riesgo de identificar a la norma (y la normalidad) con el cisgénero y la heterosexualidad, y a la subversión, lo queer y el potencial radical con la homosexualidad y las identidades trans*.
En este trabajo, propongo un análisis de los mecanismos que sustentan este tipo de enfoques, los presupuestos que los habilitan, y también las consecuencias teórico-filosóficas y práctico-políticas en que pueden derivar. En particular, para estructurar el análisis recurro a dos casos, relacionados con lo “heteroqueer” y la “homonorma”, o con sus respectivas invisibilizaciones por parte de aquellos discursos que identifican queer/trans*/LGBT con “radical” y hetero/cis con “normativo”.
“Quiero que mis hijos crezcan en la fe”
En su artículo “El sexo de las locas” (1984), Néstor Perlongher sugiere: “cuando se cuestiona la normalidad, cabe cuestionar también la pretensión de clasificar a los sujetos según con quién se acuestan. Pero lo que confunde las cosas es que la normalidad alza los estandartes de la heterosexualidad, se presenta como sinónimo de heterosexualidad conyugalizada y monogámica. Eso abre las puertas para una tentación: reivindicar la homosexualidad ‘revolucionaria’ vs. la heterosexualidad ‘reaccionaria’. Algunos hechos, empero, sabotean esas simplificaciones”(2).
Mi reflexión sobre “homonorma y heteroqueer” surgió precisamente a raíz de dos casos que guiarán este trabajo, y que sirven como muestra de estos “hechos” a los que se refiere Perlongher. En el primer caso, el de la “homonorma”, se trata de una imagen que estuvo circulando por las redes sociales y causó algo de polémica hacia mediados del año 2012: Florencia de la V, en la tapa de la Revista Caras, diciendo “Quiero que mis hijos crezcan en la fe” en ocasión del bautismo de sus bebés.
Esta imagen y las declaraciones dividieron aguas y se encontraron, por un lado, con acusaciones de traición a la causa lgbt, así como también con acusaciones de simple estupidez y huequez(3); y, por otro lado, con una postura menos crítica que respondía algo así como “déjennos ser (a las travestis y las personas trans*) lo que querramos ser”(4). No es la primera vez que alguien se pone a pensar “qué nos pasó”, desde un supuesto pasado revolucionario en el que éramos una firme columna de la lucha por los derechos civiles y políticos, hasta el día en que nuestro mayor sueño sería bautizar a nuestros hijos en una iglesia del centro.
Hay, por ejemplo, quienes han observado(5) que esta “normalización” puede ser en gran parte explicada por la llamada “crisis del sida”, en la que las personas homosexuales tendieron a combatir el estigma de la promiscuidad y la fiesta, demostrando que también podemos ser gente seria, aspirando a la familia monogámica y nuclear, el auto y el perro.
En Homografías, Llamas y Vidarte entienden este fenómeno como una cuestión deadaptación al medio, una especie de darwinismo rosa: hablan de una “estrategia ecologista de selección natural que sólo está dispuesta a conceder derechos a los individuos que mejor se adapten a su entorno: y este entorno es la homofobia. Adáptate a nuestra homofobia, despréndete de los caracteres adquiridos y/o heredados que no te convienen y te concederemos los derechos que te correspondan”(6). Es así como quienes no se adaptan al medio (los autores hablan en particular de “homosexuales plumíferos, ostentosos, petardos, promiscuos, que se besan en público”) son vistos como un lastre, un obstáculo para la integración al medio. En un giro bastante perverso, la corrección política que en teoría surgió para beneficio de los grupos marginados, ahora es usada para reprimir a esos mismos grupos en sus facetas menos “adaptadas”(7).
Por otro lado, tampoco hay que olvidar que una sexualidad o un género disidentes no nos inmunizan contra el capitalismo. El mercado ha descubierto un nicho por acá, y no tenemos por qué pensar que lo va a dejar ir así sin más. En este sentido, es particularmente notable el caso del llamado “pink dollar” o “dólar rosa”, esto es, el interés por algunos segmentos de la llamada “comunidad LGBT” en las más altas esferas del mercado global de consumo. Esta tendencia, junto con el “pink washing” (“lavado de cara rosa”) y otros tantos “pinks”, puede llevarnos a reflexionar acerca de todo lo que se puede hacer con el “rosa” – cosas que nos van a caer mejor, y cosas que nos van a caer peor. La pregunta sigue siendo qué nos lleva a pensar que una experiencia – en este caso, la de un género o sexualidad disidente – desencadena o determina las otras – tales como una postura política o un modo de vivir nuestro posicionamiento socioeconómico. En el contexto mundial actual, quizás no sea evidente que somos más habitantes de nuestra clasificación sexo-genérica que de un mercado de consumo que nos interpela directamente y en todo momento.
Considero que hay algo de cierto en todo esto: que la crisis del sida empujó a parte de la comunidad a buscar un “lavado de cara”, y que en las últimas décadas la “lucha por los derechos humanos” (y esto no sólo en relación con los derechos sexuales y de género) tomó unos visos más higienistas de lo que muchos de nosotros quisiéramos confesar. También es cierto que el mercado nos interpela, nos presiona – en algunos casos, hasta nos interpela más seguido el mercado que el sexo. Sin embargo, si buscamos el por qué de la “homonorma” (entendiendo aquí “norma” tanto en el sentido de “normal”, como en el de “regla”), hay un punto que me parece fundamental, y que por momentos se olvida: que simplemente somos personas diferentes, y queremos cosas distintas. Y el hecho de que compartamos un casillero de “orientación sexual” no hace que eso sea menos cierto.
Porque la pregunta tiene que volver a ser: ¿hay sólo una manera posible de ser homosexual, bisexual o trans*? Este cuestionamiento choca con aquellos discursos que identifican la disidencia respecto del género y la sexualidad normativas, con otros tipos de disidencia o con un posicionamiento político antihegemónico.
Habiendo ya superado aquellas posturas tempranas de la teoría queer que entendían, por ejemplo, las prácticas drag como necesariamente subversivas, deberíamos estar en condiciones de reconocer que una determinada pertenencia de género o sexualidad no conlleva necesariamente una disidencia política o una búsqueda de modelos alternativos de vida.
“La heterosexualidad mata”
El segundo caso que traigo a la reflexión hoy, el de lo heteroqueer, surgió a partir de una frase que se multiplicó en paredes y pancartas a partir de una serie de crímenes homofóbicos y transfóbicos que tuvieron lugar en nuestro país recientemente: “La heterosexualidad mata”. Esta frase y su repetición tan enfática me impresionaron y, confieso, me dieron un poco de miedo – después de todo, estoy en condiciones de afirmar con orgullo “tengo amigos heterosexuales”.
Así como en el caso anterior se tendía a identificar a las sexualidades y géneros no normativos con una postura política subversiva, en este caso se hace la operación inversa, identificando la heterosexualidad y el cisgénero con la defensa de norma, la hegemonía, y las consecuencias represivas que éstas ejercen sobre las personas.
Es indudable que en nuestra cultura la heterosexualidad y el cisgénero ocupan lugares hegemónicos, pero esto no cierra el tema, más bien lo abre. Porque si el “problema” del homosexual no es su homosexualidad (por más que algún pastor exorcista nos quiera convencer de lo contrario), sino el modo en que nuestra sociedad se relaciona con la disidencia – ¿entonces cómo podemos decir que el problema del heterosexual es su heterosexualidad? Más bien, vamos a tener que indagar en qué otros ejes cruzan a cada persona, ya que quien es privilegiado en el eje de la sexualidad y el género, puede no serlo en otros; y también deberemos observar qué es lo que esa persona hace con ese privilegio, cómo lo usa, ya que el privilegio bien puede ser una herramienta de lucha.
Ante todo, podríamos afirmar que lo que mata no es la heterosexualidad, sino la norma y sus prejuicios. ¿Y el prejuicio de que toda heterosexualidad mata, qué mata? Una primera cosa que mata, o soslaya, son todas las otras experiencias que constituyen la identidad, con lo cual se vuelve a crear una cadena – ya no una donde se sigue sexo- género-deseo, pero sí una que parece conectar de manera necesaria género-política o género-ética.
Somos conscientes de la importancia de entender a la identidad no como fija, sino como la ubicación en una red de múltiples experiencias, características y materialidades; esta ubicación es temporaria y contingente, no sólo de un individuo a otro, sino dentro de un mismo individuo, dado que las identidades son, a fin de cuentas, relacionales. Y sin embargo, al repetir gestos como éste lo que hacemos es suponer que un determinado posicionamiento sexo-genérico lleva a una ubicación política. Y esto se asemeja peligrosamente a aquel esencialismo según el cual con determinado sexo, género o deseo vienen determinadas características inherentes.
Por otro lado, incluso restringiéndonos al ámbito del aparato sexo-género, ¿qué hay de todas aquellas pequeñas batallas contra la normalidad que libran día tras día un sinnúmero de personas heterosexuales o cisexuales? ¿acaso existe una única forma de ser hetero o cis?(8) ¿No debería ser “hetero” nada más que la descripción de una serie de deseos sexuales-amorosos?
No todo lo que brilla
Tanto en el caso en que se identifica a lo hetero/cis con lo normativo (incluso, represivo) y a lo homo/trans con lo subversivo, la raíz del problema parecería estar en la reducción de la identidad a un sólo eje – en este caso, el pensar que el de la orientación sexual o la identidad de género es determinante de nuestra manera de ser.
Esto, obviamente, es problemático por muchos motivos. Ante todo, estamos cometiendo el mismo error que no nos cansamos de señalar: ¿cuál sería la diferencia, si no, entre decir que todos los gays son promiscuos (entendido, en boca de quien lo dice, como insulto) y decir que todos los gays son revolucionarios? ¿Entre decir que ser trans* es estar enfermo, y decir que ser trans* es ser la vanguardia del cambio?
Por otro lado, esta tendencia parecería presionarnos para que nos decidamos por una de estas ubicaciones identitarias, que definiría a modo de cascada a las demás. Entonces voy a tener que elegir: si me presento como mujer, entonces automáticamente se derivaría que lucho por los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Pero si me presento como blanca descendiente de europeos, entonces mi entorno me va a recibir como una colonialista incurable. Y si me presento como bisexual, sólo Dios sabe qué van a pensar – porque el de la bisexualidad es otro debate pendiente, aunque excede en mucho el alcance de este artículo. ¿Cuál elegir? ¿Por qué elegir una sola? Probablemente sea esas y muchas otras cosas – ¿pero lo soy esencialmente, necesariamente, por ser mujer, por ser blanca, por ser bisexual? ¿O más bien, soy la combinación un poco azarosa de todos esos impulsos, en un equilibrio que cambia día a día?
Un pequeño trabajo genealógico sobre estos casos, en los que se invisibiliza ya sea el aspecto normativo de lo homo/trans o el aspecto queer de lo hetero/cis, nos ayuda a entender qué mecanismos estuvieron en juego en su constitución, y cuáles siguen vigentes para su reproducción. Vimos algunas respuestas posibles a ese “qué nos pasó”, pero de todos modos sigue vigente la pregunta de qué función cumplen hoy estas esencializaciones.
Tal vez haya sido una estrategia de cohesión, sobre todo en los inicios del movimiento LGBT, pintar a ”los heterosexuales” como “enemigos”, y a cada bando como un casillero compacto y discreto. Quizás haya servido para aunar filas a la hora de llevar adelante una serie de reivindicaciones políticas – quizás no. Más allá de esa discusión, y más allá de lo que queda en el pasado, resulta fundamental plantearnos qué sentido tiene, hoy, establecer alianzas para fines políticos sobre la base de pertenencias sexo/genéricas.
¿No sería más conveniente establecer alianzas políticas sobre la base de pertenencias políticas? ¿Y qué hay de aquellas personas – incluidos lxs “heterosexuales que no matan”– con quienes podrían existir mayores afinidades políticas que con quienes comparten mis posicionamientos sexo-genéricos?
Es fundamental mantener una mirada crítica respecto de nuestros propios deslices esencialistas, ya sea a la hora de establecer “aliados” (una aparente disidencia homo- trans, que poco tiene que ver con el dólar rosa) o “enemigos” (la heterosexualidad que mata). Quizás así logremos algo de coherencia entre nuestro recorrido político, nuestros objetivos a futuro, y los abordajes teóricos que adoptamos para interpretar las redes de pertenencias identitarias que nos rodean.
Adónde está el oro, entonces
Cuando Perlongher se refiere al fenómeno de “la desaparición de la homosexualidad” no lo entiende como la extinción de una serie de prácticas sexuales, ni como el regreso a la clandestinidad en la que éstas se encontraban antes en muchas sociedades. Más bien se refiere a la desaparición casi imperceptible del ruido que estas prácticas hacían debido a su carácter radical. De esta manera, con lo que he llamado “homonorma”, es decir la normalización de la homosexualidad -que es el caso que interesa a Perlongher- se cumple lo que anticipara Foucault: el dispositivo de sexualidad, vaciado de sentido, se esfuma tranquilamente.(9) La homosexualidad se vuelve algo normal, banalizado, apolítico: “Al tornarla completamente visible, la ofensiva de normalización ha conseguido retirar de la homosexualidad todo misterio, banalizarla por completo”.(10)
La pregunta, en este punto, es cómo podemos “volver a hacer ruido”. Cualquier respuesta deberá tener en cuenta, ante todo, que no toda persona homosexual o trans* quiere hacer ruido. A partir de esta aclaración inicial, un camino fértil podría ser empezar a dialogar con otras identidades o prácticas que quieran hacer ruido también. A partir de este acercamiento saldrá a la luz la inutilidad de preguntarse por la identidad de género u orientación sexual de las personas, cuando en realidad lo que necesitamos saber es si le interesa formar parte de un proyecto de subversión política. Así como en una situación de seducción, al acercarnos a alguien algunas personas no pensamos en su género sino en si nos atrae o no, de manera similar no parecería tener mucho sentido tomar a la identidad o las prácticas sexo-genéricas como factor relevante a la hora de emprender un proyecto político. ¿Quiere hacer ruido, o no quiere hacer ruido? ¿De qué manera, con qué medios? ¿Cón qué objetivos?
Desde su inicio como movimiento, la perspectiva queer quiso ofrecer una opción para posicionarse en un lugar de “ruido”. Parte del potencial de esta etiqueta reside, justamente, en la incertidumbre que transmite: “Queer como adjetivo significa que no existe una respuesta inmediata o sencilla a la pregunta «¿Tú qué eres?»; que no hay un término simple o un lugar definido con el que o en el que se sitúen subjetividades, comportamientos, deseos, habilidades y ambiciones complejas”.(11)
Las críticas a las posturas queer son numerosas, justamente por su normalización y su acaparamiento por parte de un mercado hambriento por convertir transgresión en “tendencia”. Si decidimos mantener y defender esta bandera, no deberemos caer en el mismo problema de presuponer que “lo queer” es necesaria y esencialmente “lo radical”. Lo queer, como todo lo demás, no es nada necesaria y esencialmente, sino más bien lo que queramos y podamos hacer con ello. Mantener una vigilia atenta a esta flexibilidad del término va a ser parte de nuestra tarea política.
Si, por el contrario, llegamos a la conclusión de que lo queer ya no tiene salvación en un proyecto radical, entonces nuestra primera tarea será colocarnos en otros lugares igualmente elásticos e inasibles. Nunca lo serán del todo, porque nuestra actividad, como nuestros saberes, están situados. Pero por algo se empieza.
1 Este artículo fue presentado en el XVI Congreso Nacional de Filosofía AFRA (Buenos Aires, marzo de 2013), en el marco del simposio “Filosofía y Diversidad Sexo-Genérica”.
2 Néstor Perlongher, “El sexo de las locas”, en Prosa Plebeya, Buenos Aires: Colihue, 2008, p. 32.
3 Es el caso de una nota circulada en redes sociales por el periodista Gustavo Pecoraro, 29 de agosto de 2012.
4 Lohana Berkins, “Para nosotras, tolerancia cero”, en Página/12, 7 de septiembre de 2012.
5 Ver Perlongher, op. cit., p. 88, y Judith Butler, “Is kinship always already heterosexual?”, en Undoing Gender, Nueva York: Routledge, 2004.
6 Ricardo Llamas y Francisco Javier Vidarte, Homografías, Madrid: Espasa Calpe, 1999, p. 13.
7 Ibid., p. 14.
8 En este sentido es apropiado recordar el “círculo mágico” propuesto por Gayle Rubin en “Thinking sex” (1984) para describir las jerarquías instaladas en nuestras prácticas sexuales y amorosas.
9 Es sumamente interesante, en este sentido, observar la creciente despolitización de las llamadas “Marchas del Orgullo” en los países del Norte Global y/o en aquellos donde este evento se ha tornado masivo.
10 Néstor Perlongher, “La desaparición de la homosexualidad”, en Prosa Plebeya, Buenos Aires: Colihue, 2008, p. 88.
11 Alfonso Ceballos Muñoz, “Teoría Rarita”, en David Córdoba, Javier Sáez y Francisco Javier Vidarte, Teoría Queer, Segunda Edición, Barcelona: Egales, 2007.
Fuente: http://tallerdeteoriaqueer