La Casita de Insurgentes

 

Por José Ignacio Lanzagorta García

Mirábamos cómo la luz del día comenzaba a abrirse paso y fumábamos. El silencio de la madrugada cedía ante el creciente ruido de Insurgentes. “Me gusta que hagamos esto”. Mi mirada inquisitiva fue suficiente para que añadiera una explicación: “esto, platicar… es como exorcizar el lugar, ¿no?”. Nunca más cierto. La luz y las palabras no pertenecen al reino de La Casita. Subir a la azotea de ese edificio de tres pisos, techada por láminas y con sus límites enrejados que aprisionan, a vislumbrar un amanecer mientras se charla con una torpe intimidad, no sólo exorciza, sino aniquila a La Casita. Es invocar a Apolo en el más suntuoso templo que la ciudad de México le haya dedicado a Dionisio.

La Casita1 no es un spa. La Casita no es un sauna. La Casita ni siquiera es, dicen, un cuarto oscuro. No. La Casita es un sofisticado segmento del espacio, un área liminar que algunos homosexuales de la capital crearon al estilo de un recinto sagrado que logra, como pocos, el abandono total de la razón. La categoría “club de encuentros” que es como se autodefine, o “sex club”, con la que aparece en algunas guías de la ciudad, no explica lo que ahí ocurre. Peor aún: poco a poco las llamadas de atención la han ido convirtiendo en sólo eso.

Mi interlocutor acaba de tener sexo con seis cuerpos esa noche. Los penetró a todos. Entre cada evento subía a la azotea a fumar un cigarro, a estar solo, a recuperar energías, a respirar un aire que no oliera a lo que huele realmente la humanidad… a seleccionar su siguiente bulto. Ahí me miraba inquisitivamente. No entendía cuál era mi juego, por qué no era como el de todos los demás. No trataba de seducirme, sólo quería entender a quien sólo observaba desde una esquina sigilosamente sentado… o petrificado, diría yo.

“¿Eres de aquí?”, me preguntó al acercarse. Rompió la tácita regla del silencio al tiempo que abría la estación del Metro Insurgentes, cosa más efectiva que la salida del sol para anunciar el fin de la noche y la imposición de las regularidades, las crudas y las rutinas. El espacio de La Casita entonces se asfixia de culpas, de hedores, de huidas cabizbajas. Sólo hay un taxi que aguarda afuera, los demás huyen despavoridos adonde puedan. Nació un tema de investigación.

Aún así, hoy, en esa fachada bien mantenida en Insurgentes, disfrazada de la vieja y nueva colonia Roma, en la que sus ventanas fueron tapiadas o los vidrios pintados con el mismo color mamey de las paredes, se puede tocar un timbre con una cámara integrada. El visitante es evaluado no muy rigurosamente. El requisito es que sea o parezca del sexo masculino. Sería interesante saber qué pudiera experimentar una mujer ahí. Una chicharra indica que se ha liberado el cerrojo y la puerta se empuja hacia una pequeña recepción a desnivel. Tras subir los escalones que conducen a ese cuartito, un hombre adormilado y malhumorado, se levanta de una silla de plástico y finge catear a cada visitante permitiendo el paso de lo que sea que traiga bajo las ropas. Antes era más rústico, pero a medida que La Casita se expone al imperio de la notoriedad, ahora hay letreros que amenazan con “no ingresar armas y drogas”, con “no ejercer la prostitución dentro del lugar”, que “La Casita no discrimina”, que “no se puede fumar”. Un paso recientemente añadido es en el que el vigilante echa un desinteresado vistazo de reojo a una identificación que acredite mayoría de edad. Uno podría presentar cualquier tarjeta.

Le sigue otra ficción: el ritual de ingreso. La Casita no podría subsistir jurídicamente de otra forma si no  fuera por estar registrada como un club privado. De esta forma, los visitantes no son clientes, sino miembros de una organización. El socio se anota en una lista de membresía y le es entregada su mágica credencial enmicada. Entre garabatos ininteligibles e ingenuos nombres y apellidos, los más distinguidos miembros que se leen en la selecta lista resaltan: “Pasiva entrona”, “Puto el que lo lea”, “Chuy de la Buenos Aires”, “Hernán Cortés” y “Activo 20 cms”.

Hoy en día el socio paga una cuota de 90 pesos —alguna vez fueron 50— a una tercia de dependientes serios y malencarados. Un precio adicional hay para quien quiere servicio de guardarropa que es siempre desaconsejado por los parroquianos, pues, dicen, los dependientes se roban todo lo que encuentran. Listo. Las formalidades terminan para dar paso a ¿las libertades?

La Casita ocupa lo de una casa o dos. Esa sensación tan agradable de trasgresión que ocurre cuando uno entra a esas casas porfirianas que han sido adaptadas como cafés y restaurantes, en La Casita encuentra su radical contraparte. Ahí están los tristes acabados centenarios en un espacio que desconcierta. En un comedor se come, en una sala se conversa con las visitas, en una recámara se duerme. En los restaurantes que invaden estas reglas de lo privado no hay incertidumbre: en esta casa se da servicio de alimentos en todos sus cuartos. Ahí está la nada. El vértigo es insoportable.

Como un lienzo negro, se anda por lo que parecen corredores y se entra a espacios cerrados donde a veces hay subdivisiones de tabla roca que simulan pequeños cuartitos y a veces no, a veces hay camastros o sillones y a veces no, a veces hay literas y a veces no. Hay escaleras, hay balcones interiores. Pero no hay ventanas que permitan el paso de la luz exterior, no hay puertas. En los baños rara vez corre un hilo de agua por sus lavabos y no suele haber papel sanitario. Hoy no son baños. Son reliquias. Imaginarla como una casa funcional resulta difícil. Las posibilidades creativas de quien ingresa son todas y ninguna.

Una estación de radio suena quedo por toda la casa. Un esfuerzo por amoldarse a la exigencia de ser un “sex club” ha impuesto un género de música electrónica tan relajante como perturbadora. No hace tanto era una simple estación de música continua con éxitos viejos y nuevos del pop local y en inglés. No se trata de bailar, ni de escucharla. No sé si busca hacer tolerable el vacío o incitar al silencio. Cada espacio tiene diferente grado  de hedor dependiendo el día, la hora y la afluencia. Subir a la azotea es una obligación para los que tenemos estómago débil. Y es ahí donde se descubre la ruta más macabra: en ese último piso aparece un angosto tiro con una escalerilla metálica de caracol que, al descender, te ingresa a la que parece una segunda casa, o bien, toda una segunda sección aislada de la  que uno ingresó por la calle.

Lo mismo: cuartos con diferentes formas, tamaños y muebles, pero generalmente sin nada. Oscuridad y más oscuridad. Sin embargo, esa segunda casa es más angosta, dando una sensación de verticalidad. No hay ventanas. No hay puertas al exterior. Ahí hay una barra en la que de vez en cuando se cumple con la función de vender cerveza, pero generalmente está vacía. En realidad, en esa segunda casa se desciende hacia una trampa. El sótano, donde entre la penumbra se adivina un mingitorio sin agua, una cruz de tablones de madera con cadenas, como lo que pudiera parecer la bodega del escenario de una película sadomasoquista, es el clímax. La inexistencia de ventilación, de luz y de desagüe genera una ilustrativa instalación de una corporalidad humana desindividualizada, ciega y sorda. Dentro de un cuartito anexo al sótano, siempre hay cuerpos ahí, cambian de número y forma como un inestable líquido del que se le desprenden y adhieren gotas. Lo que está ahí es un estado de humanidad muy infrecuente. Leviatán.

Dicen que alguna vez en ese cuartito del sótano hallaron un muerto. Es una leyenda urbana, quizá la más célebre de La Casita. Nadie puede determinar el cuándo y, como buen relato de tradición oral, hay versiones más aderezadas que otras. Que si lo hallaron después de tres días, que si estaba mutilado, que si fue suicidio, que si fue una sobredosis. Todas coinciden en que el muerto estaba en el sótano. Todas concluyen en que éste fue desechado sin identificación alguna. Tal vez en el libro de socios era “Pánfilo de Narváez”. Para ir al sótano hay que dejar la razón afuera, pero para salir de ahí existe el riesgo de dejar el cuerpo… al alma quién sabe qué le pase. Dionisio en La Casita es rey.

Pongamos que, de pronto, se quiere escapar. La puerta de salida está a años luz de ese sótano. Un cuerpo debe primero retomar su individualidad, separarse de esa masa que lo absorbe y emprender una complicada huida. Subir y subir, pasar por corredores y cuartos donde sólo se escucha ese radio, algunos suspiros y a veces gemidos, meterse al tiro de escalerillas que llevan a la azotea, respirar en ese oasis a medias y recordar la meta: la calle. Comienza el descenso por la parte frontal donde señalar que es “más iluminada” es un decir. La individualidad se va recuperando con la vergüenza o con la conciencia y el paso se va apresurando. Quien camina rápido es porque descubrió que ya se quiere ir de ahí. Necesita la calle. Necesita un semáforo, un escalón que indique claramente la separación del paso entre los coches y los peatones, una casa donde la recámara signifique descanso. Es decir, necesita recuperar reglas y esencias, volver a saber cómo ser uno, restaurar el equilibrio entre el cuerpo con sus placeres y la razón que lo conduce.

Adrián2 llega sólo los viernes o los sábados. Muy rara vez entre semana. Llega borracho, unas veces más que otras. Para él La Casita sólo se trata de sexo. “¿Has tenido pareja?”, le pregunto en un torpe tono de entrevista. “Tengo. Una mujer y dos hijos”. Sonríe con malicia. “No te la esperabas, ¿verdá? Mira, yo no sé qué sea, si joto, bisexual o qué y no me importa. Este es mi rollo, ¿no? Y no creas que le fallo a mi mujer, yo la amo y le doy lo que ella necesita y a mis hijos también. Esto es para mí. Esto soy yo y mis necesidades”.

El ritual de Adrián es el mismo cada noche que asiste a La Casita. Se para contra alguno de los muros de lo que pudiéramos calificar de lóbregos corredores de la casa. Espera. Fuma. Mira. En las penumbras, cuerpos deambulan a paso lento por todo el inmueble, examinándolo todo y a todos pero con suavidad. No hay mucho que hacer ni qué señalizar: cuando un cuerpo se detiene significa disponibilidad de contacto y si lo hace próximo a otro lo plausible es que se fundan en una sola masa por un tiempo, se separen y continúen su andar. Adrián aún conserva reminiscencias de la norma de distribución espacial del sexo, así que conduce a su carne en turno a una habitación oscura… esto es, con la cantidad de luz de un hoyo negro. Como un ciego que se conduce por andenes del Metro, Adrián sabe la ubicación exacta de los camastros que hay en ese cuarto, pero él no se recuesta, me dice, porque le da asco y tienen ladillas. Coloca ahí a su contraparte en turno.

“Siempre uso condón, no vayas a creer”, me dice. Claro, si hemos traído el sol, la palabra y las reglas, la no pedida mención a la santa prudencia de salud sexual debe venir con la letanía. “¿Siempre son diferentes?”, pregunto. “Pus trato, pero la verdad es que a veces no me doy cuenta… una vez hubo uno que quería que yo me quedara con él toda la noche, que nos fuéramos a un lugar mejor, ya sabes, una jotita, y ahí, insistente el cabrón… Amenacé con madreármelo, pero mejor ya me dio hueva y me fui a mi casa temprano”.

Adrián es contador. Trabaja en  un despacho como empleado.  Dijo que tenía 42 años. Lleva unos cinco años visitando con frecuencia La Casita. Ha ido a otros sitios donde la práctica de sexo entre hombres es el común denominador: fiestas sexuales, cabinas de sexshops, baños de Sanborns, la Alameda antes de su remodelación o clubes de encuentros,  pero dice que sólo le gusta esa, La Casita de Insurgentes, porque hay dos. “Es que los otros lugares o son más peligrosos o son más fresas o no sé, como que te dejan estar menos en tu rollo. Mira, yo sé que esto es una pocilga, pero tal vez me gusta por eso”.

“Iba tanto”. Silencio. La mirada de Alejandro,3 un recién egresado de la carrera de derecho de una universidad pública, se vuelve hacia adentro, se le tuercen los labios y se le aguan los ojos. “¡Es que iba muchísimo! ¡Y por imbécil! ¡Pude haberme contagiado de lo que fuera! ¡Oye, dicen que ahí hasta mataron a alguien!”.

“No sé qué es lo que buscaba. O sea, sí, lo que todo el mundo. Estás borracho, solo y morboso y ya, acabas ahí. Y lo peor es que sales sintiéndote peor que como entraste. Ay, no sé. Había veces que al salir de ahí me subía al coche y mejor me ponía a cantar o a pensar en el trabajo o en otra cosa porque si pensaba en que acababa de estar en ese lugar me ponía a llorar… De todas formas al siguiente fin ahí estaba de nuevo de pendeja.

”Mira, la verdad es que no soy bueno para ligar. Vas a Zona (refiriéndose en general a cualquier bar o antro de la Zona Rosa) y pues ahí estás, vas tomando dizque para darte valor, vas viendo quién te gusta y cuando ves que a ése ya le echaron el ojo y se le acercó otro, o peor, que el que siempre te ha gustado ya tiene novio, se te derrumba el mundo y te sientes que nunca nadie te hará caso, porque eres horrible y aburrido, porque no pasas mil horas en el gimnasio y no te vistes bien, porque lo que tienes para ofrecer a nadie le importa… Y entonces empiezas a pensar que lo único que quisieras es estar cuchareando (acurrucado) viendo la tele y no ahí, con esa música a todo volumen y con la gente juzgándote. Yo me ponía muy mal. Yo soy de los que llevaba el vestido de novia en el coche por si encontraba al amor de mi vida en el cuarto oscuro del Toms (bar en Insurgentes).

”Lo que pasa en La Casita es que ahí ligas seguro. Ya. Ya sé que si uno no encuentra al amor de su vida en el antro, menos lo va a encontrar en La Casita. Pero pues así es una, tonta y calenturienta. O sea, ahí de que encuentras quien se te arrime, lo encuentras, aunque si te lo toparas en la calle una hora después no lo reconocerías porque jamás le viste la cara. Eso era lo que me pasaba en La Casita, yo sabía que no iba a encontrar ahí lo que buscaba. Todos los días sabía que ahí no era. Todo el tiempo me daba repulsión siquiera pensar en ese lugar. Pero en la noche, después de cinco o seis cervezas y ver que el hombre más guapo de México se fue con el segundo hombre más guapo de México, simplemente quería ir a la estúpida Casita.

”Cuando no llevaba coche, caminaba por las calles de la Juárez y de la Roma. Esperaba a que se me bajara la peda para ver si así me arrepentía de ir, pero me salía peor, porque en la calle me empezaba a calentar mucho más y entonces iba a ver a los chichifos (prostitutos) que se ponen en Reforma o en Hamburgo… Total, después de mucho paseo y morbo, terminaba en La Casita.

”¡¿Pues qué te puedes imaginar que hacía ahí?! Bueno, no te creas, yo era bien portado. O sea, no me metía jamás a las bolitas que luego se hacen. De hecho nunca estuve con más de uno. Bueno, una vez sí con dos, pero leve. Me daba pánico enfermarme, así que cuando veía que la cosa iba subiendo de nivel, mejor me quitaba y me ponía a dar vueltas, otra vez pensando en encontrarme con el amor de mi vida. Y pues ahí de idiota, ¿verdad? Otra vez, analizando quién me gustaba y a ver si yo le gustaba. ¡Hazme el favor! ¡En La Casita! Y entonces una de dos, o me iba para mi casa o me metía a alguna de las habitaciones más oscuras. ¡Noooo! ¡Nunca en la de hasta abajo, que es en la que dicen que mataron al chavo y además no se puede ni respirar de la peste! Y pus ya, ahí no pasaba de algo superleve y con eso me deprimía mucho y me iba. Al día siguiente tenía el alma hecha mierda y, por supuesto, se me activaban todo tipo de paranoias de ‘y si cuando me le acerqué… y me la puso… y me agaché… ¿me habrá pasado algún bicho?’ Y es que una vez sí me saqué mucho de onda, porque un pinche oso (hombre corpulento  y peludo) me pegó ladillas. Fue  horrible, imagínate. Yo ahí, con una comezón imparable y usando los champús, esos que huelen superfuerte. Yo no quería que nadie se enterara.

”Qué te digo, jamás volvería. Además hasta tenía pesadillas. Bueno, no son pesadillas, porque no me despertaba todo asustado y agitado. Me asustaba por lo que soñaba: estaba en la calle, de noche y de pronto me topaba con un lugar al que me moría de ganas de entrar tanto como me daba miedo y me excitaba mucho. No sé cómo decírtelo, cuando volteaba hacia ese lugar era como una caverna o una construcción, amplia pero muy oscura y aunque no los viera, yo sabía que estaba llena de cuerpos, pero raros, como de zombis, ¿ya sabes? Todos idénticos, flaquitos, como hechos de plastilina, apenas veía cientos de siluetas y yo sólo quería entrar pero había una parte de mí que sabía que no debía. Y en eso siempre me despertaba y me asustaba mucho. Yo creo que sí me hacía daño como en el alma, o sea, no volvería.

 ”Mira, ahora por fin tengo una relación estable y esa ansiedad desapareció. En todos estos años que no he vuelto, jamás he tenido siquiera la tentación. Vamos, que ni creas que ha sido un esfuerzo. Je, ¡ya me curé! Claro, antes también me repetía a mí mismo que no volvería y caía. Pero después no sé, si vuelvo a estar soltero, no sé si La Casita siga existiendo. A lo mejor un día otra vez me agarra el morbo y tal vez por nostalgia me doy una vuelta. Pero creo que ese lugar no puede seguir durando o no así, como estaba cuando yo iba. El mundo ya cambió. México ya cambió. Ahora hay saunas como en Europa y los gays ya no estamos tan locas como antes… creo.

”No sé por qué no iba al Sodome (sauna dedicado al sexo entre hombres ubicado en Polanco). O sea, fui una vez, con unos amigos. Ya sabes, todas las jotitas ahí, con nuestra toalla, riéndonos como tontas y criticando al que ya se perdió por ahí. Es un lugar bien, nada que ver con La Casita. Y tal vez por eso no iba, ¿qué tal que me encuentro a alguien conocido? Sí, en La Casita me encontré a un conocido más de una vez, pero es como si encontrarse ahí significara que ambos somos igual de miserables. En cambio, si nos topamos en el Sodome, es como cualquier antro, donde te sientes juzgado por todos. En La Casita nadie te puede juzgar por el simple hecho de que los dos estamos en el mismo cuchitril, ¿ves? Que si más gordito, que si más chaparrito, que si más rico, que si más pobre, ¡qué más da! ¡Las dos ahí en las puertas del mismo infierno!

”No sé si más libre o más qué cosa, pero sí te puedo decir que en La Casita la onda es por lo menos más honesta. En los otros lugares tienes que demostrar algo siempre, en La Casita le abren la puerta a cualquier pendejo. No sé si por lo sórdido y decadente o por qué, yo te puedo decir que es el único lugar de México que conozco donde no importa dónde carajos naciste, creciste o estudiaste, si trabajas aquí o si trabajas allá, si eres un viejito o un chavito, si eres fresa o chacal, si eres gordo o flaco, dizque activo o pasivo… No sé, es como si entrar ahí te rebajara al mismo plano. Nadie puede presumir de nada si entró a La Casita.”

Para algunos no hay mejor forma de celebrar la vida que celebrando la muerte. Mexbugchaser puso un anuncio clasificado donde exponía su deseo de vivir su conversión una madrugada del 1 de enero de 2008 en La Casita de Insurgentes. Esto es, mantendría el rol pasivo en un número suficiente de relaciones sexuales sin protección como para garantizar que le fuera inoculado el virus del VIH. El aviso se encontraba en el sitio web llamado “Clandestino Gay”, que fue clausurado por las autoridades acusado de servir de punto de contacto para prostitución y pornografía infantil.4 Los foristas reaccionaron incendiariamente frente a este anónimo cuestionándole su deliberada intención de ser infectado. No faltó quien posteara algún artículo informativo sobre esta práctica consciente de la transmisión del virus donde incluso se celebran fiestas en las que el que desea albergar el VIH recibe el nombre de “bugchaser” (cazador del bicho) y los portadores —o uno solo cuya identidad se mantiene en secreto— que se lo inocularán se llaman “giftgivers” (donantes del regalo). El virus es retóricamente tratado como un “don”, una “bendición”, el fin de una vida sexual preocupada por el contagio al optar recibirlo como una liberación plena.

Esa madrugada de fiesta todo concurre en La Casita. Grupos de amigos, solitarios, jóvenes, adultos y hasta adultos mayores, estudiantes, profesionistas, dependientes de tiendas que sólo descansan el 1 de enero, albañiles, escritores, cargueros, policías, funcionarios públicos, políticos de medio pelo y hasta alguna personalidad de la televisión. La Casita, cuya auténtica bacanal está disponible las 24 horas de los 365 días, es revestida de mayor celebración al despunte de la primera alba del año. Tal vez cualquier madrugada dominical tiene más gente, pero nunca en una actitud tan arrebatada como la del 1 de enero.

Al entrar a uno de los cuartos se observa un semicírculo silencioso de hombres amontonados contra una pared. Se escuchan gemidos. Todos concentran su atención en la acción que ocurre en el centro de esa masa. Ahí, un muchacho, completamente desnudo, de espaldas al grupo, con las manos apoyadas en la pared y con las piernas semiflexionadas es penetrado por turnos por todos los demás, acaso 10 hombres. ¿Será el Mexbugchaser? Quién sabe. Escenas similares se repiten en diferentes puntos de la casa. Tal vez más de uno recibirá el regalo.

En otro rincón se observa a una tercia de cuerpos que frotan, rozan y besan entre sí. Entre ellos resalta una cabeza que aspira un pequeño frasquito de poppers. Dicen que los mismos dependientes de La Casita la venden, junto con condones. En los cuartos entran algunas personas que buscan orientarse u observar con la luz que emiten sus teléfonos celulares. Inmediatamente se escucha: “ssssh, ¡apaga eso!” y, en caso de no obedecer, es factible que alguien suelte un manazo al aparato. Por cada dos o tres voyeuristas hay por lo menos un exhibicionista. El intercambio de roles no sería raro.

Otros sostienen una conversación a un volumen muy bajo en el sillón de uno de los dos cuartos donde una vieja televisión transmite, en una muy mala calidad y con el brillo altísimo, una repetida película porno. La titilante pantalla sirve de fuente de luz romántica para quienes acaban de acordar una relación sexual dignificada en un hotel de paso, así que se despiden de los amigos que los acompañaron y se retiran de La Casita.

En una noche como esas Alberto5 se infectó con el VIH. Él está seguro que fue ahí porque es la única vez que recuerda que llegó a tener sexo sin protección. Era una etapa de su vida en la que tenía muchas relaciones sexuales con diferentes parejas y en una gran variedad de lugares públicos. Se jactaba de conocerlos todos: el caminito verde de la UNAM, los Viveros de Coyoacán, el ligue en el cruce de División del Norte y Universidad, los baños de la Central Camionera del Norte, el Hotel Mazatlán, el Cine Savoy y tantos más. Sin embargo, él sabe que fue ahí, en Insurgentes a la altura de la estación de Metrobús Durango. Confiesa un par de años después que no sabe qué fue lo que se apoderó de él, pero estaba muy alcoholizado. En uno de esos cuartos, sin saber quién fue, consintió ser penetrado sin protección alguna. No quiere hablar mucho del tema. Sólo repite que no sabe qué fue lo que pasó y que no tiene caso darle más vueltas, que sí, siempre se cuidó y que por una sola vez que no… Fue en La Casita, donde sin las prisas y el estrés por ser descubierto un condón fue una omisión casi natural. “Hay lugares peores que La Casita, hay fiestas que harían verla como el lugar más fresa de la ciudad, pero sí, algo tiene que la hace diferente. Es como si supieras que estás en un lugar al que nadie le importa, a nadie le interesa y nadie vigila”.

La sensación de anomia es la atracción que La Casita ofrece. Adentro se llega a lograr a veces la inexistencia de las clases sociales, los roles, las homofobias y los preceptos de cualquier tipo. Todo se trata del cuerpo masculino. De un cuerpo genérico, sin estética, sólo con sensaciones. En ese mundo al revés, tal vez no es tanto la decisión de tomar un riesgo a contagiarse, sino que en ese abandono hasta el riesgo es bienvenido en una entregada celebración del cuerpo a la vida.

Hace no tantos años, cuando la ciudad y sus espacios de consumo para clases medias y altas no contaban con tanta promoción y reseña, La Casita era mencionada como un “club de encuentros”. Hoy las franquicias mexicanas de guías urbanas internacionales que no conocen de particularidades locales la llaman “sex club”.6 Como si La Casita fuera una importación de un concepto extranjero. Como si la única manera de presentarla o entenderla sea en los términos de lo ya probado, creado y vivido fuera de las fronteras. Como si la experiencia de ir a un sex club sea la misma que la de La Casita cuando claramente sus visitantes expresan reiteradamente que no es lo mismo. Como si no pudiera ser… La Casita.

No he logrado averiguar desde cuándo existe. Cuando pregunté a los dependientes sobre la fundación de La Casita me contestaron refunfuñando que para qué quería saber eso y que ellos no sabían. Las experiencias y relatos de diferentes homosexuales capitalinos y algunos visitantes coinciden en que el sitio apareció en algún momento de la década de 1990. La vida gay se asentaba principalmente en la Zona Rosa y algunos bares dispersos sobre la avenida Insurgentes, el Centro y en Ciudad Nezahualcóyotl.

La Casita, junto con otros espacios conocidos como clubes de encuentro, satisfacía la demanda homosexual de sitios para prácticas sexuales sin la necesidad de mantener relaciones personales posteriores al encuentro.  La prostitución en el mundo homosexual, aunque existe, nunca ha sido tan necesaria para satisfacer esto, como en el mundo heterosexual, donde un lugar como La Casita parece logísticamente impensable. 

Esta dinámica se mantuvo por un tiempo hasta que, ciertamente, llegaron nuevos tiempos. Mejores en algún sentido, peores en otro. La muy lenta aceptación y normalización de cierto tipo de vida gay se fue abriendo paso entre los mercados y así consiguió que la ciudad contara con su primer antro con cadena ubicado en una zona exclusiva y que discriminara abiertamente por apariencias de aspecto, raza y clase social. La normalización de la vida gay incluyó su adscripción a la violenta división de clases sociales que anteriormente se vivía menos burdamente. Hoy, desde la óptica acomodada tenemos antros discriminatorios en Polanco y Lomas de Chapultepec y antros “alternativos” en la calle República de Cuba. Los de la Zona Rosa ya ni siquiera se mencionan en las reseñas que resumen la vida gay de la ciudad.7 La Casita está cada vez más sola en un circuito gay en el que lo que pasó de moda fue esa forma de vivir la homosexualidad. Los primeros saunas destinados a los encuentros sexuales, en vez de algunos baños públicos, han abierto sus puertas. La distribución espacial y las normas de la conducta homosexual se han transformado al sumarse a las tendencias globales que la aceptan sólo en parte y le imponen normas viejas para adaptarse a los mercados con patrones y prácticas de consumo preestablecidos.

La Casita fue un agujero negro que surgió en una colonia Roma que hoy está dejando de existir. En su entorno se encuentra un nuevo ambiente del que ella es cada vez menos su apoteosis. La antigua casa porfiriana en el perímetro cercano a la Glorieta de Insurgentes es una ruina de una Roma que ya no es la colonia abandonada por las opulentas familias que la fundaron, va dejando de ser la colonia de los hospitales, de los hoteles de paso y fiestas swingers, la ocupada por asociaciones de paracaidistas y migraciones indígenas tras el sismo de 1985. Ya no es esa colonia que hubiera ahuyentado, inclusive, a su célebre vampiro de algunas décadas atrás. Esa perdición que caracterizaba a las noches de la camaleónica Insurgentes en su parte central, hoy resiste cada vez más débil. La Casita deja de ser representativa de una forma de espacio que tal vez sólo es posible en las zonas marginales donde se podía vivir con formas clandestinas una asediada o ignorada homosexualidad sin reglas, sin mensajes, sin consejos dedicados a ella. Tal vez La Casita existió siempre en la ciudad de México y en otras urbes con otros nombres y en otras sedes. Pero hoy estos espacios agonizan. Se sustituyen por otros donde la democrática anomia se ha intercambiado por performances, algunos más trasgresores que otros, pero todos regulados por el mercado.

Renovarse o morir, La Casita aún no se decide por cuál de las dos, pero coquetea con la primera opción: convertirse en ese performance que es el “sex club” que le asignan las guías gay. Dejarse de una buena vez de particularidades, de ser el espacio donde ante la nada sólo queda la creatividad de un ser abandonado a su desenfrenado deleite, y sumarse al tren de las certezas y tranquilizantes monotonías del mercado internacional. Meter un poco de Apolo al templo de Dionisio.

Ignacio Lanzagorta
Politólogo y antropólogo social.

Los datos de este texto se obtuvieron a través de entrevistas a profundidad in situ y fuera de este lugar, además de algunas visitas de campo realizadas entre 2006 y 2008. Varias entrevistas se hicieron en años posteriores y hay visitas de actualización que son de 2013.

1 Información sobre la dirección, declaraciones legales y descargos de responsabilidad, horarios y sobre los otros clubes que pertenecen al grupo, disponible en: www.lacasita.mx

2 Entrevista in situ en septiembre de 2007.

3 Entrevista a profundidad en enero de 2012.

4 Jiménez, Carlos, “Con sede en otro país, red de pederastia”, La Razón, 30 de septiembre de 2010. Disponible en: http://www.razon.com.mx/spip.php?article47513

5 Entrevista en julio de 2012.

6 Reseña de Time Out México, disponible en: http://www.timeoutmexico.mx/df/vida- nocturna-alternativa/la-casita. La foto que se incluye es del cuartito anexo al sótano ubicado en la parte trasera de la casa.

7 Albarrán, Viridiana, “Cuatro antros para salir del clóset”, El Universal, 25 de agosto de 2013, disponible en: http://www.domingoeluniversal. mx/historias/detalle/Cuatro+antros+para+salir+ del+cl%C3%B3set-1746

Fuente: http://www.nexos.com.mx