Por: Miguel Huertas
DE QUÉ HABLO
Parto del principio de que las obras de arte que considero significativas surgieron de la búsqueda de personas que intentaban comprender algo importante de la realidad, del mundo, de la vida social, y no de la voluntad expresa de producir una obra de arte. Que esos autores tenían claro que esa búsqueda solamente podía llevarse a cabo mediante una cierta forma de hacer que involucra la percepción, la conciencia y los modos de atribución de sentido del trabajo como acción en y sobre el mundo, que habitualmente llamamos arte.
Este pensar haciendo (o hacer pensando) exige una vuelta al origen, no como si no viéramos las nociones construidas, sino justamente deconstruyendo esas nociones para reconocer su historicidad y salir de un universo de absolutos donde el sentido de las cosas existiría de antemano.
Desde el siglo XIX, en los orígenes de las instituciones culturales que intentaban definir a Colombia como Estado-nación, se encuentran referencias a la idea de que la práctica del arte y su enseñanza exigían una disposición investigativa, y no solo de la voluntad de aprehender unas fórmulas estereotipadas. Si en los comienzos del siglo XX el término específico era poco usado, finalizando el siglo y en relación con los procesos mismos del arte, por un lado, y las reformas educativas, por otro se dejó claro que en nuestro tiempo el arte solo es pensable como investigación, que inicia por una pregunta para cuya indagación es necesario crear un método, un contexto, unos parámetros de pertinencia y, en principio, un proceso para construirla como tal.
Pero, en el fondo, toda pregunta importante es sobre la propia experiencia y sobre los modos como los seres humanos atribuimos sentido a lo real. Si algo justifica, entonces, una escuela de artes, es la posibilidad de construir en ella una distancia crítica de las propias acciones y decisiones para tener algo que decir en el ámbito de lo público.
Por eso mismo, frente al denso nudo de cuestiones y relaciones que se instalan en este terreno, creo que el mayor error que pueden cometer las escuelas de artes es suponer que la misión del artista es producir obras de arte, asumidas como aquello que circula y se canoniza en las instituciones autodenominadas artísticas.
EL LUGAR DESDE DONDE HABLO
Mi relación con la Universidad Nacional, sede Bogotá, empezó en 1976, cuando, recién egresado de un colegio público, ingresé con la intención de estudiar un oficio que tuviera que ver con el dibujo y me permitiera ganarme la vida. Cuando empecé a comprender el mundo del arte, tuve claro que lo que deseaba estudiar era Artes Plásticas. Esta conciencia se daba de una manera muy intuitiva; de hecho, estoy convencido de que solamente 35 años después y luego de haber trabajado muchos años como profesor, salido brevemente del país, realizado una maestría en historia y teoría del arte y, ahora, cerca de culminar una tesis de doctorado empiezo a comprender lo que significa llegar a estudiar en una escuela de artes.
Finalizando la carrera, hacia el año 1982, tuve algunas experiencias sencillas y otras más complejas que me hicieron interesar en la pedagogía. Interés paradójico, pues aparte de los estudios universitarios que viví con intensidad pasional no por otra razón mi relación con la universidad ha sabido prolongarse tanto, allí creo que mi pensamiento cultivó sus más grandes amores y odios, en los otros niveles de estudio detesté la escuela. Nunca me vi como profesor y fui yo mismo el primer sorprendido por la militancia pedagógica que empezaba a surgir.
En esa época sabía, sin poderlo definir más que someramente, algo que hoy puedo argumentar un poco mejor: llegué al convencimiento de que el arte solo tiene sentido como acción política y que no hay lugar más político que el que se pregunta por la enseñanza. En todo caso, el único lugar que reivindico para mí es el de artista (de hecho, normalmente me presento como dibujante, actividad de la que derivo toda mi reflexión), y si me he adentrado en el mundo de la pedagogía, ha sido en la medida que sienta que puedo pensarla como artista. Sé muy bien y he tratado de estudiarlos y de hacer que se respeten que hay unos saberes y tradiciones pedagógicos con los que hay que dialogar estrechamente, pues sin ellos el panorama nunca estará completo, pero cuando hablo como profesor de arte nunca olvido mi origen disciplinar.
Si me deslicé como artista al campo pedagógico, me deslicé como pedagogo a la administración institucional. Nadie puede enseñar desentendiéndose del complejo entramado institucional donde se sitúa su acción; desconocerlo equivale para mí a una traición, porque es asumir que el arte y la enseñanza pueden basarse en valores inmanentes, abstractos, atemporales y apolíticos. Como simples ciudadanos, tenemos la obligación de intentar comprender de la mejor manera posible el marco normativo que determina nuestro entorno y preguntarnos por las decisiones tomadas en el pasado que dictaminan sobre nuestra actualidad; y por el grado de responsabilidad que nos cabe por lo que hacemos y dejamos de hacer en la vida social.
Pero también, llegado a los lugares de la administración, uno se da cuenta de que las posibilidades de decisión y de incidencia en el medio son mucho más difíciles de lo que se suponía: pareciera que en las jerarquías institucionales el poder siempre está en otro lado. Queda la opción de detenerse allí, devolverse o seguir adelante en este camino administrativo que a menos que uno replantee todo el proyecto personal y se prepare para seguir siendo propositivo en ese nuevo medio, mientras ve alejarse lentamente el bagaje de partida se expone a alcanzar terrenos de acción para los que puede ser cada vez más francamente incompetente.
Decidí no abandonar la institución universitaria, pero tampoco hacerle el juego a lo que de ella encuentro inaceptable. Por un lado, tengo claro que mi acción como profesor no puede garantizarle el éxito ni la felicidad a nadie, de manera que lo único que puedo ofrecer es un buen interlocutor, y para eso debo formarme muy cuidadosamente a mí mismo. Por otro lado, sé que hoy en día la mayor autoridad en el campo del arte colombiano es la institución universitaria, lo que implica un compromiso muy grande de quienes allí actuamos para intentar rescatar y preservar lo mejor de ella, constantemente amenazada, sobre todo en las últimas décadas, en las que se ha pretendido cambiar su naturaleza para que sea más «eficiente», produciendo profesionales hábiles en el mercado laboral, pero sin mayor sentido crítico. Y la institución universitaria seguirá siendo la única alternativa de formación superior, al menos mientras los artistas mismos no seamos capaces de proponer alternativas válidas de lugares de formación, cosa a mi juicio aún lejana.
En resumen, y desde aquí hablo, mi pregunta esencial tiene que ver con el lugar del arte en la universidad. Por eso, como un proyecto fundamentalmente político con un grupo de compañeros, propusimos un programa de posgrado en educación artística, entendiendo que la academia tiene un poder: a través de la definición de sus objetos de estudio, también define categorías de lo que se puede saber y, a la larga, eso tiene una incidencia estructural en la vida social.
LAS HISTORIAS
La reflexión necesita bastantes insumos; en ese terreno, mi preocupación mayor es que tenemos normas, teorías, modelos y muchísima información general, pero nos falta reflexión e investigación en historia. Colombia se desangra todos los días; tal vez el mayor desangre es el de su conciencia histórica y la peor condena es la exclusión del tiempo real. Digo «condena» intencionalmente: en nuestra experiencia diaria, la historia asume la forma de un tribunal que absuelve o condena; que tiene sus jueces, sus alguaciles y sus verdugos. Como podría pasar con grupos primitivos que poseían el secreto del fuego haciéndose poderosos frente a los que no lo tenían, en nuestra espesa contemporaneidad quien aparente poseer el secreto del saber histórico domina, ejecuta y se impone a nombre del tribunal del tiempo, del deber paradójico de construir un mundo mejor, idea fundamentalmente moderna que ha alimentado los más optimistas proyectos utópicos y los más crudos sistemas de extermino del ser humano y de la naturaleza.
En nombre de este tribunal, del que se han hecho agentes oficiosos, sin que se discuta sobre los fundamentos de esa autoridad, todos los días hay profesores que al decidir qué se hace y qué no, coartan el desarrollo de sus estudiantes a nombre de la contemporaneidad, de la modernidad, de la posmodernidad y, en últimas, de la Civilización.
Una de las características más propias del arte, al menos del arte moderno occidental, es su historicidad. Ahí se define en gran medida su riqueza y su dificultad. Su riqueza, porque toda nueva imagen estructuralmente entra en diálogo con las ya existentes, y no solo con las otras obras autodenominadas de arte, sino con las de todo tipo y, más todavía, con lo visible en general. Su dificultad, por eso mismo, porque cada vez más este complejísimo entramado exige de la imagen1 un cierto grado de conciencia, de manera que no basta el instinto, el don o el oficio, sino que exige insertarse en un programa, llámese actitud, estilo, manera, gusto, etc.
Si bien es discutible que podamos reclamar esta historicidad como propiedad exclusiva del arte moderno, ningún análisis actual del arte y de su enseñanza puede ignorar que la historia se presenta en el fondo como la legitimadora de toda obra de arte moderna. Para evitar la impresión de que hablo de un estado abstracto del arte, voy de una vez al núcleo del problema que intento presentar: hoy, difícilmente un artista colombiano, en cualquier parte del territorio, se declarará heredero de Ignacio Gómez Jaramillo, de Rómulo Rozo, de Fídolo Alfonso González Camargo, de Beatriz Daza, de Efraim Martínez, de Jacqueline Nova o de José Domingo Rodríguez… y menos aun de Gregorio Vásquez o de Ramón Torres Méndez, suponiendo si se trata de un artista joven que al menos identifique alguno de los nombres, cosa en muchos casos dudosa; mientras que no solamente aceptaría, sino que incluso reclamaría una filiación con Marcel Duchamp, Joseph Beuys, Andy Warhol, Matthew Barney o Marina Abramović, por citar solo algunos nombres al azar.
Si resulta más o menos ridículo comparar a Carlos Correa con su contemporáneo Jackson Pollock (ambos nacidos en 1912), es porque uno se vuelve sospechoso de anacronismo, premodernismo, academicismo o peor aún de «nacionalismo» (entre comillas para señalar un título que implicaría la compañía de Luis Alberto Acuña, Alipio Jaramillo o Miguel Díaz Vargas). Así, tendríamos que admitir que enfrentamos un duro problema teórico porque nuestros abuelos y nuestros padres y nuestros hermanos mayores en una palabra, nuestros modelos normalmente vienen de otros lados, y nuestro lugar es como la patria de los criollos, ciudadanos de una metrópoli que las más de las veces no habían visto nunca, y atendían las órdenes de un rey cuya corte estaba al otro lado del mar, pero cuyo dominio era incontestable.
Un ejercicio escalofriante es preguntarse en dónde empieza la bruma del pasado. El arte precolombino, recuperado para bien y para mal como referente y como categoría por varias generaciones de artistas del siglo XX, está prácticamente extinto como tema de estudio y discusión en la cotidianidad del campo artístico colombiano. De los tres siglos de Colonia, quedan algunos museos me temo que muy poco visitados con fines artísticos, la figura de Vásquez de algo debe servir para su memoria, que encarnara el canon de la Escuela de Bellas Artes durante mucho tiempo, algunas publicaciones, una iglesias, unos caminos más o menos abandonados a su suerte y algo de su arquitectura y urbanismo en estado de amenaza constante. Ni siquiera los tímidos intentos oficiales de conmemorar el Bicentenario de la Independencia lograron mover demasiado el interés de los artistas y el público por esos temas.
Pero no vayamos tan lejos, ¿recordamos el siglo XIX? ¿Tenemos memoria del siglo XX? Mirando retrospectivamente, ¿hasta dónde alcanza nuestra mirada? ¿La última década del siglo XX nos es todavía familiar? Evidentemente, me refiero al promedio: siempre hay investigadores, artistas, profesores, espectadores con el suficiente interés para mantener prendida una llama, con independencia de que las condiciones externas no sean favorables. Pero todo esto que nombro tan someramente ¿existe para los estudiantes de bachillerato en Colombia? Peor aún, ¿existe para los estudiantes de pregrado de artes plásticas?
Por el lado de la pedagogía, el panorama no es más claro. No se dispone de una gran literatura respecto a las formas como se ha enseñado el arte en Colombia, ni en los periodos históricos ya señalados ni en la historia reciente. Constatar que afirmaciones semejantes podrían ser aplicables a todas las disciplinas del conocimiento, que es mal de todos, no es consuelo. La escasez de estudios históricos es una gran debilidad de los campos del arte y de la enseñanza del arte en Colombia. Insistiré en que me refiero a estudios sistemáticos, rigurosos, con suficiente distancia crítica y con herramientas metodológicas y conceptuales adecuadas, pues es menos difícil encontrar referencias libres, ironías, parodias e, incluso, caricaturas del pasado y de la historia en el mundo de las obras de arte, pero ese es otro tema que independientemente de sus eventuales valores estéticos no constituye conocimiento ni conciencia históricos, aunque pueda sugerir preguntas muy valiosas.
Es arriesgado intentar acercamientos históricos a temas sobre los cuales hay una literatura escasa. Doblemente arriesgado si uno no es historiador de oficio. En este caso, si no se tiene muy claro el sentido de lo que se hace, fácilmente se puede caer en muchos vicios, pero eso no obsta para que hagamos el esfuerzo colectivo de recuperar memorias y romper, así sea solo en parte, la bruma de una historia oficial mal hecha y peor digerida.
Sin que reemplace esta investigación histórica de la que hay excelentes ejemplos en Colombia, y afortunadamente se multiplican, mucho más interesante y valiosa que la prolongación de esquemas surgidos de las historias patrias y universales, es la posibilidad que tiene cada profesor de recoger las microhistorias, tan cercanas a la vida concreta de los individuos y las comunidades, aunque eso también requiere cierto rigor.2
En todo caso, por puro sentido común, deberíamos tener siempre en cuenta que los profesores de arte no deberíamos perder de vista el horizonte histórico de nuestras disciplinas, que no aspiran a las verdades universales, sino que justamente intentan dar cuenta de la particularidad de los fenómenos.
EL ENTRECRUZAMIENTO DE LOS CAMPOS ARTÍSTICO Y EDUCATIVO
Una característica del medio colombiano es que los desarrollos artísticos han tenido un paralelo con los educativos que los han determinado estructuralmente. William Vásquez, compañero de investigación,3 menciona que en el contexto colombiano donde no se dio la misma dinámica de manifiestos, movimientos, grandes eventos o grandes colecciones presentes en otros países los cambios en el pensamiento artístico han estado jalonados por cambios en la legislación educativa.
El reconocimiento de esta simbiosis señala la necesidad de estudiar más profundamente el fenómeno y considerar la educación artística como un campo con unas dinámicas propias. Ahora bien, en la vida diaria, ambos territorios se miran con desconfianza. Frecuentemente, los procesos pedagógicos miran el arte de una forma muy convencional: apoyo a destrezas muy limitadas y a manifestaciones aisladas, con lo que se pierde la gran riqueza de lo cultural y de las preguntas estructurales del arte contemporáneo. A su vez, desde el arte hay poco o ningún interés por la investigación pedagógica y se la mira muy convencionalmente, cuando no de manera despectiva. Ha sido muy común en Colombia la consideración de que quien no logra situarse como artista exitoso se dedica la pedagogía; también que el trabajo pedagógico ha sido algo así como el cementerio de artistas de talento que fueron devorados por la academia o la burocracia.
Sin embargo, al profundizar en la indagación, se hace claro que tanto las tendencias modernizadoras en educación, como la vocación didáctica de muchas de las manifestaciones artísticas colombianas han abierto posibilidades en muchas direcciones que, lamentablemente, no llegan a dialogar entre sí por no existir la reflexión sistemática que lo permita.
Señalo solo tres ejemplos rápidos de lo que llamo «vocación didáctica» en procesos artísticos colombianos: en 1917, en una carta de Francisco Antonio Cano a Gustavo Santos, crítico y musicólogo (y que más tarde sería el primer director de la sección de Bellas Artes del Ministerio de Educación), el primero le recordaba al segundo:
Dice usted en un aparte de uno de los artículos que últimamente ha escrito sobre la Escuela de Bellas Artes:
«El público es el alumno anónimo, necesariamente ignorante, a quien antes de exigirle algo, es necesario enseñarle algo».
Años más tarde, el trabajo de Marta Traba tuvo un interés pedagógico particular, que se relacionó con su trabajo de crítica y periodista, y al que no dudó en vincular con lo más avanzado de la tecnología del momento: la televisión. Finalmente, es conocido el gran impacto de la creación de la Escuela de Guías en el Museo de Arte Moderno por Beatriz González, tanto en procesos artísticos como pedagógicos, lo que abrió alternativas de acción institucional.
No es de ninguna manera un recuento exhaustivo, pues no se contemplan, por ejemplo, los trabajos en comunidad de los artistas políticos en distintos momentos y lugares, que están en mora de ser historiados en profundidad. Estos ejemplos coinciden en plantear de manera prioritaria la cuestión del público, de su formación y de su crecimiento como proyecto social.
GUSTO, CONOCIMIENTO, UTILIDAD
En líneas generales, podrían definirse tres grandes periodos de la educación artística en Colombia a partir de la Independencia. El primero relacionado con la fundación de un Estado-nación abarcaría desde el siglo XIX, afianzándose con la fundación de la Escuela de Bellas Artes de Colombia en 1886, hasta 1935, fecha de la refundación de la Universidad Nacional de Colombia. Este periodo se caracteriza por ser un proyecto civilizatorio, cuyo rasgo central es el gusto educado. El segundo relacionado con las reformas educativas de los años treinta y el proyecto gubernamental llamado La revolución en marcha4 y que llevó a la redefinición de la Universidad Nacional inaugura una época caracterizada como proyecto moderno, cuyo rasgo central empezaría a ser el del arte como problema de conocimiento.
Hasta aquí, todo parece claro, pero la imagen empieza a fragmentarse y a no corresponder con los esquemas o con los deseos abstractos. La desviación empieza en el año 1936, cuando la fusión de la Escuela de Bellas Artes a la Universidad Nacional que generaba un contexto radicalmente diferente: el del arte como disciplina universitaria se frustró por decisión de la propia Escuela. De esta manera, la anunciada fusión solo se llevó a cabo treinta años después, en 1965, y el cambio de modelo se consolidó realmente en 1993 en un nuevo plan de estudios que contempla toda la tradición moderna, durante la reforma Mockus-Páramo en la Universidad.
Es claro que a estas alturas las prácticas artísticas ya se habían modernizado hacía mucho y que la Universidad Nacional no era precisamente el espacio en donde estos procesos se afianzaban mejor. En ese sentido, habría que mencionar más bien los hechos relacionados con la Universidad de los Andes en los años sesenta y setenta, la actividad de intelectuales inmigrantes desde los años treinta y nacionales como Gaitán Durán y su Revista Mito (1955-1962). Pero dado que no estoy intentando periodizar las prácticas artísticas, sino su enseñanza, se da la circunstancia de que este periodo se consolida con esta reforma que desplazaba un canon por otro.
Este es un tema muy complejo, que apenas puede ser esbozado aquí; en efecto, es asunto arduo el del canon de una escuela de artes moderna si se asume que una de las tareas fundacionales de una escuela es la de definir, conservar y transmitir el canon, y que el arte moderno se caracteriza precisamente por el cuestionamiento a los cánones y, en general, por una disposición anticanónica.
Esta descripción que a pesar de su apariencia no es un juego de palabras ya en sí misma contiene la respuesta: en una escuela moderna de artes, el canon solo es pensable como el cuestionamiento al canon. Movimiento autorreflexivo que no se diferencia de lo que ya el Romanticismo europeo anunciaba: la obra de arte solo puede hacer referencia a sí misma; únicamente de sus condiciones de aparición de las decisiones que le dieron origen, más exactamente se pueden deducir sus posibilidades de atribución de sentido. El canon que revisa críticamente al canon exige una escuela en donde el pensamiento de la historia ocupe un lugar central y la reflexión teórica sea tan (no más, no menos, tan) importante como la práctica.5
La figura revolucionaria que concentrará todas estas ideas es el Taller Experimental, que curiosamente retoma y pone juntas dos de las nociones taller y experiencia más caras a los grandes clásicos de la pedagogía moderna, como Montessori, Decroly o Dewey.6
En resumen, durante los casi sesenta años de este segundo periodo se da el tránsito de una escuela de arte moderno a una escuela moderna de arte. Pero esta nueva situación no duraría mucho, pues, para acabar de complicar las cosas, este fin de siglo marcado por la Constitución de 1991, la Ley de Educación de 1992 y fenómenos como el discurso global de las sociedades del conocimiento daba en muy poco tiempo un giro inesperado (no tan sorprendente, en realidad, para los que tenían afinado el ojo crítico, que no eran muchos), definitivamente afianzado por la Revolución educativa, proyecto de los gobiernos de Álvaro Uribe, que transformó totalmente el contexto. Remitiré al lector directamente a los estudios de los profesores de la Universidad Nacional Carlos Miñana y José Gregorio Rodríguez, que a mi juicio, describen bastante bien el problema.
Para efectos de, ¡al fin!, cerrar esta somera periodización, retendré la idea de que, en un nuevo contexto de instrumentalización del saber, desde inicios del siglo XXI puede hablarse de un tercer periodo en el que tanto el arte como su enseñanza tienden a legitimarse por su utilidad. De ahí surgen toda una serie de planteamientos que recalcan el valor de las prácticas artísticas como instrumento para construir la paz, la convivencia, el diálogo, la ciudadanía y un largo etcétera, no dicho con tono irónico, sino simplemente como una constatación pues hasta ahí este fenómeno no es ni bueno ni malo que a ningún observador del movimiento artístico colombiano en las décadas recientes se le puede pasar por alto.
Gusto educado, arte como problema de conocimiento, utilidad social de las prácticas, ninguno de estos temas es patrimonio exclusivo de una tendencia; son problemas generales de todo periodo. De hecho, conviven en nuestra cotidianidad académica. Cada profesor debe preguntarse sobre los modelos que guían su acción, qué clase de experiencia es la que su trabajo intenta convocar y qué utilidad puede ofrecer su trabajo a la sociedad. Sin embargo, más allá, cada profesor tiene el deber de preguntarse a qué fines o juegos institucionales y sociales se presta.
CAMPOS FRAGMENTADOS, COMUNIDADES DISPERSAS
Siguiendo la línea de reflexión sobre principios fundamentales, se podría proponer la escuela desde la perspectiva de la conformación de comunidades. Así, la escuela primaria introduce a los niños en unas comunidades generales: un país que tiene un pasado, unas tradiciones, unas definiciones en común. Ya en este punto se ve que esto puede ser objeto de cálculos más o menos precisos: no es lo mismo estudiar en un colegio laico que en uno religioso; en la escuela pública, que en un pequeño colegio de pensión costosa; en uno bilingüe, que en uno monolingüe, etc. Pero digamos que en general en los niveles primarios y secundarios se van dando unas introducciones más o menos precisas a ciertas comunidades locales, nacionales e internacionales. La universidad es el lugar que introducirá a sus alumnos en las comunidades profesionales; se construyen en ellas las condiciones que le harán a uno colega de sus profesores y le otorgarán un lugar en el campo. En el campo del arte: este es un problema muy complejo en Colombia, porque no hay comunidad profesional propiamente dicha. Hay agrupaciones, uniones temporales, amistades y muchísimas individualidades, pero no hay régimen de seguridad social, representaciones gremiales7 o tribunales éticos; cada quien se organiza como puede. He repetido este tema desde hace tiempo y lo seguiré repitiendo, una de las más grandes fantasmagorías del campo artístico colombiano se constituye aquí: no hay ninguna noción de gremio.
Desde este punto de vista, creo que en nuestros programas falta una reflexión sobre las condiciones concretas de la práctica artística como profesión, más allá del horizonte difuso de un circuito artístico internacional.
EL ARTE COMO DISCIPLINA UNIVERSITARIA
Aunque se ha llegado a aceptar como verdad natural que el artista debe tener formación universitaria, no se han estudiado en detalle las consecuencias que ha tenido este fenómeno, que se puede dividir en dos: por un lado, el asentamiento de una conciencia moderna y, por otro, una nueva academización que, en cuanto tal, carga de nuevos imperativos las prácticas artísticas y su institucionalización.
En una primera perspectiva, ya en el siglo XIX con su discurso inaugural de las clases de dibujo para la Universidad Nacional en 1882, Alberto Urdaneta reclamaba para el arte la condición de profesión liberal. Este es un dato importante: hacia el siglo XVII las academias artísticas desplazaron a los antiguos gremios medievales bajo la premisa de la cientificidad del arte. Con el tiempo, esta tendencia llevaría a las escuelas de artes a situarse en el ámbito universitario, lo que ya desde principios del siglo XIX empieza en Inglaterra a ser un hecho, y más adelante en Estados Unidos. En Colombia, la Escuela de Bellas Artes tuvo desde sus inicios una relación administrativa con la Universidad Nacional, aunque mantuvo una gran autonomía en sus propios procesos, y como ya se mostró este tránsito no fue fácil, pero al final se consolidó totalmente.
El gran problema de fondo, resumiendo muy sencillamente un planteamiento sobre el que investigo actualmente, es que cuando se transformaron las condiciones de esa universidad liberal humanista que se instaló en Colombia desde la reforma educativa de la Revolución en marcha transformación que motivó un duro debate con la Escuela de Bellas Artes y el Conservatorio, dicho modelo de universidad enfrenta las nuevas condiciones de instrumentalización del saber en este siglo. Lo que lleva incluso a preguntarse si realmente la universidad es actualmente un buen lugar para las artes; esta es una pregunta cuya intensidad aumentará con certeza en los próximos años.
Considero que el problema central del desplazamiento de la idea de escuela de artes, que va desde la lógica medieval de los gremios (que para efectos de este planteamiento, puede entenderse como una comunidad que se articula alrededor de la enseñanza de un oficio) pasando por la lógica de las academias (iniciada en Europa en el siglo XVII), y en el siglo XX se sitúa en el proyecto liberal moderno de la universidad, que a finales del siglo debe empezar a legitimarse por la instrumentalidad del saber, significa la pérdida de los oficios y con ello la pérdida de las posibilidades de construcción de comunidad. No porque la enseñanza de los oficios fuera la única posibilidad, sino porque el propio campo artístico (hechizado por el supuesto de que el paradigma del artista moderno es el de un ser solitario, genial, mesiánico y que se autolegitima), no ha podido, o parece no haber querido, desarrollar alternativas de construcción de comunidades.
Las discursividades académicas (universitarias) se han tomado el espacio de las argumentaciones artísticas hasta desplazar tradiciones y modos propios de ellas. Se puede celebrar o denunciar este hecho; lo claro es que, a décadas de distancia de haberse cumplido este fenómeno, los programas de artes no lo han revisado críticamente. Si se me permite expresar una idea extremadamente personal, esta aproximación crítica ha sido relegada por la fascinación, por el espejismo, de la enseñanza de producción de obras de arte.
EDUCACIÓN NO FORMAL Y TRADICIÓN
Esta nueva tendencia academizante se ha tomado todo. Creo que un signo muy preocupante, y muy poco debatido, es la desaparición oficial de la antiguamente llamada educación no formal, ahora llamada educación para el trabajo y el desarrollo humano.
No voy a discutir aquí el fondo del Decreto 2888 del 31 de julio del 2007. Es de suponer que los Ministerios involucrados (de Educación y de Cultura) analizaron muchas variables para tomar esa decisión. Pero desde la perspectiva de la enseñanza del arte, me hago muchas preguntas acerca de las formas como se transmitían manifestaciones tradicionales y oficios populares, no necesariamente dirigidos por la lógica del trabajo laboral, el desarrollo económico humano, o la producción de obras de arte, porque en el contexto de la débil autorreflexión política de las escuelas superiores de arte, en este nuevo sistema académico, tradición, oficio y popular son malas palabras, sin hablar de otras como artesanía o manualidad, proscritas hace ya un tiempo de su cotidianidad. No pretendo dar cuenta de todo el contexto nacional, pero dentro de lo que conozco he percibido la tendencia a que los procesos pedagógicos informales (cursos libres, extensión, actividades de casas de la cultura, etc.) tienden a darse a sí mismos formas parecidas a los programas universitarios. En efecto, se convierten los planes de estudio en un entrecruzamiento de prerrequisitos, correquisitos, misiones y visiones; valores y objetivos, y a llenarse de egresados universitarios (las más de las veces muy jóvenes) cargados de buenas intenciones internacionalistas y contemporanizadoras que desplazan los saberes locales sin un solo lamento.
En las universidades se están formando actualmente demasiados artistas que se autoadjudican un valor redentor; que no han visto nunca críticamente su propia experiencia, pero se sienten en capacidad de iluminar a las comunidades, sobre todo a las más vulnerables socialmente y, junto a algunas iniciativas valiosas, pasan montones de acciones simplemente oportunistas en donde se entra a saco en territorios tradicionales para construir obras personales que pueden exponerse en los salones de arte.
ARTES Y OFICIOS VERSUS BELLAS ARTES
En relación con la disolución de los oficios, el debate más antiguo y complejo es entre lo que puede llamarse los modelos de Artes y oficios y de Bellas artes. Formulados originalmente (¡también!) en el siglo XIX, en principio convocan dos contextos muy diferentes, pero sus mundos no son ni tan contradictorios ni tan imposible su relación, aunque sí se han caracterizado muchas veces como opuestos.
Por un lado, de manera muy general, podría señalarse que el modelo de Artes y oficios fue adoptado oficialmente en Colombia en el siglo XIX como un sistema dirigido a los niños pobres, en la lógica de lo que hoy llamamos «integración por el trabajo», basado en el aprendizaje de oficios prácticos, cultivo de la habilidad manual, la moral católica y el discurso patriótico.
El modelo de Bellas artes, por su lado, estaba orientado a las élites que dirigen la sociedad (con pocas variaciones, las mismas desde esa época), centrado en la historia universal, en los modelos consagrados por el buen gusto y en los valores civilizados.
Aclaro que esta división, planteada así por motivos metodológicos, en realidad no es tan simple. Por un lado, en el modelo de Artes y oficios también, y desde el mismo siglo XIX, se hacen preguntas sobre la técnica, el desarrollo material y el progreso social; por otro lado, es el modelo de Bellas artes el que se interesa por constituir el arte como campo y da origen no solo a las escuelas de bellas artes, sino a la historia del arte como disciplina.
LAS MODERNIDADES Y LA ENSEÑANZA DEL ARTE EN COLOMBIA
Para completar este escueto panorama es necesario insistir sobre un tema siempre problemático: la modernidad en Colombia.
Me aparto totalmente de una tendencia historiográfica muy extendida en el país que asume la modernidad como un estilo, tendencia que permitiría establecer una suerte de coeficiente según el cual podemos deducir la calidad de los artistas. Si asumimos que modernidad se refiere a una condición de las sociedades en la cual las relaciones entre los artistas y su entorno social cambia radicalmente en relación con las conocidas en el siglo XIX, es justamente con la propuesta de integración de la Escuela de Bellas Artes a la Universidad Nacional cuando empiezan a enfrentarse las prácticas artísticas a la exigencia de pensarse de otras formas.
En este acontecimiento confluían varias fuentes: señalo sin pretender ser exhaustivo
el proyecto político liberal nacionalista y moderno: la citada Revolución en marcha, que buscaba «romper con la historia»; las modernidades pedagógicas de varias fuentes, entre las cuales se pueden nombrar dos muy fuertes: los desarrollos educativos en España y en Alemania, llegados a través del trabajo de, entre otros, Agustín Nieto Caballero; las misiones pedagógicas alemanas de finales del siglo XIX y comienzos del XX; la presencia de profesores extranjeros inmigrantes, y el modelo de departamentos de la universidad norteamericana.
Este contexto habría llevado a las disciplinas artísticas en Colombia (específicamente, Artes Plásticas y Música) a preguntas semejantes a las que inspiraron las vanguardias internacionales, tal como sucedió con el programa de Arquitectura que desde 1935 surgió como disciplina universitaria autónoma.
PARA CERRAR
Estas disquisiciones pueden parecer más o menos alejadas de la pregunta inicial sobre los principios en los que baso mi experiencia pedagógica. En realidad, son un intento de mostrar en dónde pueden ubicarse las preguntas detrás de las preguntas iniciales. Para usar una expresión trillada: ver más abajo de la punta del iceberg.
Justamente, en mis clases parto del principio de que, lo sepamos o no, nos interese o no, nos guste o no, estamos en un lugar concreto que es un salón en la universidad. Ella independiente de normas, definiciones, leyes, expectativas está fundada por una voluntad: la de dialogar de una cierta forma. Esa cierta forma implica unas maneras de argumentar, problematizar y analizar definidas históricamente, y lo menos que podemos hacer es preguntarnos qué decisiones colectivas del pasado y personales del presente nos han llevado allí. Pero todavía más, debemos saber que ese dialogar no tiene un sentido dado de antemano, lo que equivale a decir que solamente lo tendrá si se lo construimos y que el único medio para construirlo es el dialogar mismo: ningún estatuto externo podrá garantizarlo si no existe esa voluntad fundacional.
Estoy convencido de que, así como Jacotot invitado oportunamente por Rancière al debate actual basó su extraordinaria propuesta pedagógica en la «igualdad de las inteligencias», lo mejor del arte moderno puede basarse en la creencia de la «igualdad de las experiencias», planteamiento fácilmente localizable en autores como Montessori, con su respeto al mundo particular del niño; reconocimiento de igualdad que no desjerarquiza, sino que llena de un nuevo sentido la noción de jerarquía.
En efecto, en la reflexión sobre la definición del objeto de estudio, de los roles, de los juegos de lenguaje y de poder que se instalan en el aula, de la autoridad que legitima nuestros discursos y prácticas, es en donde se debería situar el núcleo de nuestras investigaciones.
Si en el fondo toda pregunta esencial es una pregunta sobre la propia experiencia, también es cierto que no hay nada más difícil de ver por su cercanía: la formación del artista se dirige a construir los métodos adecuados para tomar distancia de sus decisiones y poder verlas críticamente. Lo que un artista puede compartir con otros es esa particular forma de ver, que contribuye necesariamente a ver críticamente la experiencia social.8
El arte siempre plantea un problema de conciencia: del espacio, del tiempo, de la acción del cuerpo, de la historia cultural. En últimas, la obra de arte pone en escena las formas como los seres humanos construimos sentido de realidad.
La imagen tiene poder, un poder real de transformación (no sabemos hacia dónde se encaminará específicamente ese movimiento, solo sabemos que puede ser activado), pero este no es un poder que pueda ser convocado a voluntad: requiere de una formación larga, apasionada y humilde al mismo tiempo. Quien piense que puede empezar sin más a producir obras de arte no hará más que contribuir a atiborrar de objetos e imágenes un mundo desbordado por ellos; contribuirá a su degradación, pues el arte, aun mediocre o malo, no deja de tener poder.
Si un estudiante no trabaja en tratar de comprender qué es eso que lo mueve profundamente en una dirección, qué es lo que lo obsesiona, qué es lo que le molesta fundamentalmente; si un estudiante no trabaja en depurar sus percepciones, en aumentar su comprensión, en ampliar su capacidad de percibir lo sutil y refinar sus modos de hacer algo radicalmente bien hecho, no sé en qué podría ocupar su tiempo. O sí: en crearse a sí mismo ficciones que luego pretenderán iluminar algo a los demás.
Por eso el taller es un sitio en donde hay que crear las condiciones para que el estudiante se vea viendo, se escuche escuchando, se piense pensando. Las acciones que se realizan en un taller de artes son las mismas de la cotidianidad. Caminar, ver, respirar, dejar huellas, buscar signos, relacionar, clasificar, rememorar, describir, registrar… De modo que el taller y el profesor actúan a la manera de una caja de resonancia: espacio originalmente vacío en que, por eso mismo, resuenan las acciones y pensamientos de ese estudiante y se hacen visibles.
De la didáctica específica se puede hablar y discutir, y sobre eso siempre habrá teorías y procedimientos. En este territorio, casi siempre con sentido común (afinado, claro; no un sentido común, silvestre y lleno de clichés) y buena voluntad, se puede ser un profesor competente. En concreto: el enseñar a hacer algo específico o a buscar respuestas en un contexto dado de antemano; por ejemplo, la bibliografía existente sobre un tema, sin pretender disminuir ni su dificultad ni su importancia; no son grandes problemas.
El asunto se complica cuando se piensa, por ejemplo, que la escuela surgió como y sigue siéndolo institución de control, que las definiciones disciplinares es el caso de la definición de arte no son cerradas ni existen en abstracto, sino que son el resultado de un conjunto de fuerzas en tensión que constituye el campo; que en el aula o el taller se escenifica un juego de poderes, de institucionalidad, de autoridad y de construcción de sentido, y que la práctica artística no es de ninguna manera ajena a esos y otros semejantes problemas. Un texto de Lyotard recoge magistralmente este asunto en sus posibilidades y en su dificultad:
La civilización, entendida aquí como el proceso de aprender cómo compartir el diálogo contigo, requiere un momento de silencio. Aristóteles dijo: El maestro habla y el alumno escucha. En ese momento, el estatuto de yo me es prohibido, soy asignado a la posición de tu por el maestro, en el polo tácito de la destinación. Tácito no implica pasivo. La exaltación de la interactividad como principio pedagógico es pura demagogia. El alumno tiene la capacidad para hablar; tiene que ganar el derecho de hablar. Para hacerlo así, debe silenciarse. La suspensión de la interlocución impone un silencio y ese silencio es bueno. Esto no socava el derecho de hablar. Enseña el valor de ese derecho. Es el ejercicio necesario para la excelencia en el discurso. Como el alumno, escritores, artistas, eruditos y novicios deben recogerse para aprender lo que tendrán para decir a los otros. (Lyotard 1993; la traducción es mía).
Reducir este enorme y complejo territorio a una estadística sobre cuántos artistas de éxito se han graduado en un escuela o al índice de popularidad de un profesor vale decir, tratar de juzgarlo en términos de eficiencia es reducir las posibilidades de análisis de una actividad que se prolonga más allá de las actividades realizadas en un contexto temporal y espacial muy pequeño, y prolongar la idea de que nuestro mejor esfuerzo debe dirigirse simplemente a la consecución de productos deseables.
Desde el Maestro interior (San Agustín), guía infalible, hasta el Pinche tirano (Castaneda) que te enseña haciéndote la vida imposible, el registro de los profesores posibles es extraordinariamente amplio, y todos los modelos pueden o no funcionar en un momento dado, independientemente del grado de reconocimiento que obtengan o busquen. Podríamos, incluso, negar esa condición y decir «no hay profesores, sino estudiantes» y plantear que en condiciones mínimamente adecuadas un estudiante inteligente sabrá qué hacer, de manera que lo procedente es establecer un sistema estricto de selección de los mejores. También hay estudiantes de todas clases: desde «El principito», que nunca dejaba una pregunta que hubiera hecho, hasta el que encuentra ideal el método de la hipnopedia para aprender sin ningún esfuerzo distinto al de dormir.
Pero el intento de consolidar un pensamiento autónomo propósito pedagógico esencial, hasta donde conocemos, se ha desarrollado mejor en el ámbito universitario, y por eso, frente a la pregunta de si puede ser la universidad tal como se nos presenta hoy un buen lugar para las artes, la respuesta no puede ser tratar de salirse de ella, sino sumarse a la lucha por rescatar lo mejor de su esencia:9 pensar la suerte del arte actualmente en Colombia nos exige pensar en la suerte de la institución universitaria.
NOTAS
1. Tal vez sea necesario aclarar que imagen se entiende aquí en su sentido más profundo y denso, vale decir, como construcción de mundo que involucra la noción de realidad del tiempo y del espacio, la percepción, la acción del cuerpo, la conciencia, etc., y no se refiere solamente al mundo de las imágenes bidimensionales canonizadas en las prácticas artísticas.
2. Sobre el tema de la ausencia de registros y archivos de las prácticas pedagógicas, la consiguiente dificultad para las investigaciones y, derivada de esta constatación, la importancia capital de crear entre nosotros una cultura del registro y del archivo de nuestras prácticas actuales, véase Huertas et ál. (2008).
3. Estudió Artes Plásticas, Diseño Industrial y maestría en Historia y Teoría del Arte. Ha realizado investigaciones sobre el entorno institucional de la enseñanza de las artes, sus problemas metodológicos y sobre la historia de las escuelas de Bellas Artes y Artes y Oficios en Colombia en el siglo XIX.
4. Nombre de programa del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, 1934-1938.
5. Sin embargo, un nuevo problema surgirá, pero solo se evidenciará un tiempo después: la disolución de los oficios, que en el momento no se prevé y que a corto plazo casi nadie considera indeseable, pero que es uno de los grandes problemas teóricos y prácticos de las escuelas colombianas, aunque por el momento no se haya empezado a discutir institucionalmente.
6. Sobre este tema, veáse Suárez (2007).
7. Claro que hay iniciativas gubernamentales, pero aún no delimitan un ámbito profesional propiamente dicho.
8. Utilizo intencionalmente esta última expresión tomada del plan de estudios de Artes Plásticas en la reforma Mockus-Páramo de la Universidad Nacional en 1993.
9. No es casual que mientras escribo este artículo, el mayor debate de las universidades públicas en Colombia es la reforma de la Ley 30 de Educación Superior.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Huertas, Miguel et ál. 2008. Experiencia y acontecimiento. Reflexiones sobre educación artística. Bogotá: Universidad Nacional, Facultad de Artes, Instituto Taller de Creación, Unidad de Arte y Educación.
Lyotard, Jean-François. 1993. «The Other’s Rights». In: On Human Rights, Stephen Shute and Susan Hurley (eds.). New York: Basic Books, The Oxford Amnesty Lectures. Available at: http://web1.uct.usm.maine.edu/~bcj/issues/three/lyotard.html
Miñana, Carlos. 2004. «¿Tiene sentido hoy hablar de políticas públicas en educación artística?». Presentado en el IX Foro Pedagógico Distrital. Bogotá, 16 y 17 de junio. Disponible en: <http://www.aspucol.org/15-viicongreso/15-invitados/Pol%EDticas%20educ%20artist%20CMi%F1ana.pdf>, consultado el 12 de marzo del 2011.
Miñana, Carlos y José Gregorio Rodríguez. 2003. «La educación en el contexto neoliberal». En: La Falacia neoliberal. Crítica y alternativas. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Disponible en: <http://www.humanas.unal.edu.co/red/publicaciones/articulos-y-ponencias>, consultado el 12 de marzo del 2011.
Suárez, Sylvia Juliana. 2007. Génesis del taller experimental en la Universidad Nacional: una cruzada por el arte contemporáneo en Colombia. Bogotá: Secretaría de Cultura Recreación y Deporte.
Fuente: http://revistaerrata.com/