Por José Ignacio Lanzagorta García
Mirábamos cómo la luz del día comenzaba a abrirse paso y fumábamos. El silencio de la madrugada cedía ante el creciente ruido de Insurgentes. “Me gusta que hagamos esto”. Mi mirada inquisitiva fue suficiente para que añadiera una explicación: “esto, platicar… es como exorcizar el lugar, ¿no?”. Nunca más cierto. La luz y las palabras no pertenecen al reino de La Casita. Subir a la azotea de ese edificio de tres pisos, techada por láminas y con sus límites enrejados que aprisionan, a vislumbrar un amanecer mientras se charla con una torpe intimidad, no sólo exorciza, sino aniquila a La Casita. Es invocar a Apolo en el más suntuoso templo que la ciudad de México le haya dedicado a Dionisio. Sigue leyendo